Page 286 - Vive Peligrosamente
P. 286
número se había reducido a siete. Dos capotaron en el momento del
despegue, hundiéndose en un gran boquete abierto por las bombas, no
habiendo podido seguirnos por tal razón. Sin pérdida de tiempo contesté:
–Tomaré personalmente el mando del rumbo a partir de este momento;
lo haré hasta que lleguemos al objetivo.
No perdí ni un solo minuto. Cogí mi cuchillo de paracaidista y abrí una
abertura en la lona a la derecha y a la izquierda del aparato, haciendo lo
mismo en el suelo. Las aberturas tenían la medida de un puño. Al menos
disponía de alguna visibilidad. En mi interior, alabé nuestros viejos
planeadores y me arrepentí de haberlos criticado anteriormente.
Los pequeños orificios me bastaban para orientarme cuando las nubes
permitían disfrutar de visibilidad. No me quedaba más remedio que tomar
como punto de orientación un puente, el recodo de una carretera o el curso
de un río, para comprobar luego su situación en el mapa. Tuve que cambiar
varias veces el rumbo de nuestro vuelo, pero pude dirigir la ruta con
bastante exactitud.
En tales circunstancias, nuestra misión se veía entorpecida por un sinfín
de dificultades. Procuré no pensar que en el momento del aterrizaje no
tendría a nadie que me cubriera.
Pocos minutos antes de la hora X reconocí el valle, que se extendía bajo
nosotros. Comprobé que el batallón de paracaidistas se desplegaba valle
arriba y respiré aliviado al ver que habían alcanzado el objetivo en el
momento indicado. Sabía que para lograrlo habrían tenido que superar
muchos obstáculos y me dije que, pasase lo que pasase, no podría ser yo
menos que ellos.
Ordené:
–¡Ponerse los cascos de aterrizaje; apretadlos fuertemente!
Exactamente debajo vi el hotel. Habíamos llegado al objetivo señalado.
Di una nueva orden:
–¡Desenganchad la cuerda de arrastre!
De pronto, se hizo un impresionante silencio en torno nuestro. Sólo
oíamos el susurro del viento y nuestra acelerada respiración. El piloto
describió una amplia curva y buscó, ansiosamente, al igual que yo, el
triángulo de tierra en el que debíamos aterrizar.
Una nueva sorpresa, ¡y nada agradable, por cierto! Acababa de descubrir
"mi" prado. Pero, desde más cerca, pude darme cuenta de que su terreno no
era llano; era empinado. ¡Incluso muy empinado! Casi tenía la inclinación
de un trampolín de esquí.