Page 287 - Vive Peligrosamente
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Estábamos  mucho más  cerca del terreno de nuestro aterrizaje que
          cuando tomé las fotografías. Pude ver con claridad las inclinaciones del
          mismo. No podía aterrizar en semejantes condiciones; el intento sólo podía
          ser considerado una locura.
            Mi piloto, el teniente Meier, debió pensar lo mismo que yo, porque se
          volvió y me miró interrogativamente. Me rompí el cerebro en busca de una
          solución apropiada, sin dejar de preguntarme:
            –¿Estoy obligado a cumplir a rajatabla las órdenes del general?
            En tal caso, debería prescindir de nuestro plan  y  procurar alcanzar el
          valle en un vuelo directo. Si no adoptaba la segunda  decisión,
          desobedecería sus órdenes y me convertiría en el único responsable de lo
          que sucediese a continuación. Tomé la decisión más importante de mi vida
          y ordené:
            –¡Preparados para aterrizar lo más cerca posible del hotel! El piloto no
          dudó ni un solo segundo. Bajó el ala izquierda del aparato y descendimos
          casi  en picado. Un sudor frío  me corrió por la espalda. Calculé  mis
          posibilidades. También me pregunté:
            –¿Resistirá el planeador la fuerte presión del aire? ¿Podrá mantener el
          equilibrio a pesar de su gran velocidad de vuelo?
            ¡Ya no, disponía de tiempo para hacer marcha atrás! El bramido del aire
          se intensificó a  medida que nos acercábamos  al objetivo. Vi cómo  el
          teniente Meier abría el paracaídas que debía frenar el aterrizaje. Y, de
          pronto, topamos brutalmente con la tierra en  medio de un ruido
          ensordecedor.
            Cerré los ojos durante  el espacio de un segundo; no estaba en
          condiciones  de pensar. Una última sacudida  me hizo comprender que
          habíamos aterrizado.
            La compuerta de entrada había desaparecido y vi que el primero de mis
          soldados saltaba del planeador. Seguí su ejemplo con el arma en la mano,
          dejándome caer de costado. ¡Comprobé que estábamos a quince metros del
          hotel! Vi en derredor gran cantidad de rocas puntiagudas, que habían
          frenado nuestro planeador en el momento del aterrizaje, pero... ¡también lo
          habían desgarrado! También  me di cuenta de que la "pista" de aterrizaje
          apenas tenía unos veinte metros y que, en aquellos momentos, el paracaídas
          que había servido de freno se plegaba detrás del aparato.
            El primer puesto de guardia italiano estaba al pie de un pequeño
          promontorio y ante una esquina del hotel. Los que lo formaban no daban
          crédito a sus ojos, parecían asombradísimos ante el artefacto que acababa
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