Page 283 - Vive Peligrosamente
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primer planeador y marcara la ruta, ya que era el único, a excepción de mi
          ayudante  y de  mí  mismo, que conocía nuestro objetivo  y lo había visto
          desde el aire. El tiempo de vuelo que debíamos emplear para recorrer los
          cien kilómetros que  nos separaban de aquél fue fijado en  una hora
          exactamente. Por ello, decidimos despegar a las trece horas en punto.
            De pronto, inesperadamente, a las 12,30 se dio la alarma  aérea. No
          tardando mucho vimos  que las bombas  enemigas estallaban en las
          inmediaciones. Nos dimos prisa en cubrirnos  y  pensé que mis planes se
          venían abajo en el último momento. Y reflexione:
            –¿Podré llevar a cabo mi misión? ¿No será una locura poner en práctica
          mi plan en estas circunstancias?
            Escuché junto a mí la voz de mi ayudante, que me decía:
            – ¡Lo superaremos!
            Y tal frase,  dicha con tanto entusiasmo, hizo renacer  mis perdidas
          esperanzas.  El ataque aéreo terminó poco antes de las trece horas. Nos
          apresuramos en alcanzar las pistas que sólo habían sufrido ligeros daños:
          comprobamos, aliviados, que nuestros aparatos no tenían ni un solo
          desperfecto. Estábamos en disposición de despegar y podíamos hacerlo sin
          pérdida de tiempo.
            ¡Dimos gracias a Dios! Corriendo, nadie pensó en ir al paso, alcanzamos
          los aparatos. Di orden de subir y  me hice cargo del general italiano,
          obligándole a sentarse delante de mí sobre la estrecha banqueta de madera,
          quedando apretujados como sardinas en  lata. Apenas teníamos sitio para
          nuestras armas. Me di  cuenta de que el italiano lamentaba haberse
          comprometido; habría retirado su palabra si  se le  hubiese dado la  más
          mínima oportunidad de hacerlo. Hasta llegó a vacilar antes de seguirme al
          avión. Pero, dadas las circunstancias, no podía permitirse el lujo de tener en
          cuenta sus sentimientos personales; tampoco disponía de tiempo para ello.
            Eché un vistazo a mi reloj de pulsera; era la una en punto. Hice la señal
          convenida para despegar. Los  motores empezaron a rugir; rodamos
          suavemente  por la pista y, seguidamente,  me  di cuenta de que nos
          elevábamos. Describimos varias  curvas hasta alcanzar la  altura
          conveniente, y la formación de planeadores se dirigió hacia el Nordeste. El
          tiempo era el adecuado para nuestra misión; grandes nubes blancas flotaban
          a una altura de tres  mil  metros, aproximadamente,  y nos ocultaban por
          completo. Sabíamos que  si las nubes no eran barridas por el viento,
          conseguiríamos llegar a nuestro objetivo señalado sin ser vistos,  y
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