Page 39 - Vive Peligrosamente
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cualquiera de dichas gentes; que, incluso, podemos hacernos  amigos de
          ellos si no perdemos de  vista que, también, los alemanes y austriacos
          tenemos nuestros propios defectos.
            Mis conocimientos de la mayoría de los pueblos europeos me permiten
          afirmar que las poblaciones de todos los países, desde Dinamarca a Italia,
          desde Yugoslavia hasta  Rusia, Francia y España, me trataron con gran
          simpatía, y que no veo motivo que impida convivir a todos esos pueblos en
          una era de paz. Tal cosa podría ser factible si no existieran problemas
          políticos y económicos; si no existiera una propaganda subversiva.
            Tengo muchísimo interés en que el lector me comprenda plenamente en
          cuanto a este punto se refiere. Creo  imposible la implantación de unas
          directrices revolucionarias dirigidas a acelerar el proceso evolutivo de una
          juventud moderna, sana, para superar sus posibles fallos. Considero difícil
          que el danés, el yugoslavo, el alemán o el francés, puedan llegar a ser
          buenos europeos si no han sido educados para amar, ante todo y sobre todo,
          su propia patria. Sólo el buen patriota podrá tener un punto de vista más
          amplio y será lo suficientemente fuerte para  convertirse en un  hombre
          europeo y realizar las ideas que defiende, abiertamente.
            Una noche, en los últimos días del mes de mayo de 1934, paseaba por
          las concurridas e iluminadísimas calles de Roma, dejándome zarandear por
          la entusiasmada  multitud que las llenaba. De esta forma llegué hasta la
          Plaza de Venecia, donde todo el mundo se reunía, esperando, al parecer,
          que sucediera algo importante. Aquella noche vi, por vez primera, a Benito
          Mussolini, el "dictador" de Italia. Apareció en el balcón del palacio rodeado
          por sus "camisas negras", y fue recibido por los vítores de la  multitud.
          Cientos y cientos de gargantas gritaban, una y otra vez:
            –Evviva il Duce !
            No pude sustraerme al entusiasmo general. Mas, a pesar de ello, sentí
          como una puñalada en el corazón. No podía olvidar que el jefe del gobierno
          italiano había ostentado, en 1916, un  puesto en la  embajada austro–
          húngara.
            A continuación, las metas de mi viaje fueron Bolonia, Florencia, Pisa,
          Ancona, Rávena y Venecia. Por entonces, los Abruzos, montañas salvajes y
          abruptas que tenían que ser escenario de algunas de mis misiones años más
          tarde, eran, simplemente, centro de atracción turística visitado por cientos
          de extranjeros.
            A mi regreso a Viena volví a enfrascarme en los problemas de la vida
          cotidiana. Mi gran ambición, incitada por mi juventud, no estaba satisfecha
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