Page 38 - Vive Peligrosamente
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Cualquier discusión política de aquella época dejaba traslucir, de una
manera clara y concreta, las motivaciones de todos aquellos que negaban
las certezas y probabilidades, y nunca descarté la idea de que cualquier
hombre dotado de carácter que se halla en la cima del poder siempre tiene
enemigos dispuestos a censurar todos sus actos. Por lo tanto, cabía
preguntarse. "¿Por qué no puede ocurrir algo semejante frente a todo un
pueblo que demostraba poseer una gran fuerza de superación y que sabía
salir adelante, incluso en las situaciones más adversas? La idea de que
nosotros, los austriacos, nos habíamos formado del pueblo alemán y de la
política del hombre que lo dirigía, nos parecía plenamente satisfactoria.
El año 1934, aprovechando unas de mis vacaciones, visité Roma. Me
encontré con una ciudad que tenía un ambiente totalmente festivo, como
sólo puede encontrarse en las naciones meridionales. Las "clases" obreras
de Roma ofrecían un aspecto tan alegre que era difícil ser superado. Las
antorchas, encendidas en todas las fachadas de las casas de los barrios
populares, adornaban la noche con sus múltiples destellos y aumentaban la
alegría general de sus habitantes. No creo que esta alegría de las masas
fuera motivada, única y exclusivamente, por la conmemoración oficial del
2.687 aniversario de la fundación de la urbe, en honor de la cual se
celebraban los festejos. No creo equivocarme si afirmo que los romanos,
con su vehemente entusiasmo de latinos, exaltaban la doctrina y los logros
del régimen fascista.
En mi condición de nacionalista austriaco, había llegado a Roma con
ciertas reservas, ya que la separación del Tirol del sur de Austria como
consecuencia de la primera guerra mundial, que significó la pérdida para la
Alemania austriaca de uno de sus más bellos parajes, siempre fue una
espina clavada en mi corazón. El abandono por Italia del pacto de la triple
"entente", hecho sucedido en 1916, no podía ser olvidado por los hombres
austriacos de mi generación; lo considerábamos como una gran afrenta de
la que culpábamos a todo el pueblo italiano. Por tales razones, durante mi
viaje me limité a disfrutar de las delicias del paisaje italiano, mirando con
gran reserva a los ciudadanos de tan maravilloso país.
No obstante quiero hacer constar que mi reserva no se dirigía a los
representantes de dicho pueblo en general. Pronto aprendí a conocer que el
hombre italiano en sí, tanto el humilde campesino, como el cochero, el
hotelero, el maestro o el aristócrata eran seres humanos, dignos de ser
considerados y tenidos en cuenta, tan dignos como sus iguales austriacos o
alemanes. Aprendí a considerar que se puede entablar relación con