Page 75 - Vive Peligrosamente
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Entramos en una gran sala. Alli se nos clasificó según la estatura de
          cada uno. Yo, el más alto de todos, no le caí simpático al oficial que nos
          clasificaba. Pronto me enteré por qué.
            Todos los demás, que tenían una estatura corriente, facilitaron mucho su
          tarea.
            La ropa interior, dos camisas, dos calzoncillos, dos pares de calcetines,
          no nos fue probada. El pantalón, la guerrera y el abrigo eran sostenidos ante
          el cuerpo del recluta, al que se le decía en seguida:
            –¡Está bien, está bien! El siguiente.
            Incluso las botas de infantería volaban a nuestros brazos con arreglo al
          número que calzábamos. Nadie pudo figurarse, entonces, que nuestros pies
          se cubrirían de ampollas muy pronto.
            Cuando me llegó el turno, el oficial me miró de arriba abajo y dijo:
            –Carecemos de medidas "no" corrientes. Voy a ver lo que encuentro.
            Todo el mundo se afanó en buscar y  rebuscar febrilmente. Pero los
          pantalones que sostenían ante  mi cuerpo sólo  me cubran hasta  media
          pantorrilla. Cuando, por fin, uno de los pantalones me llegó hasta un poco
          más arriba del tobillo, oí las molestas palabras "está bien"; acto seguido me
          vi con los pantalones en las  manos. Hasta  me permitieron probarme las
          guerreras. La que  hacía el número diez apenas alcanzaba a cubrirme el
          pecho. El oficial estaba radiante; excitadísimo, exclamó:
            –¡Igual que hecha a la  medida! Como verá, estamos preparados para
          cualquier eventualidad...
            Contesté con un "sí" a sus palabras. Pero mi afirmación no fue ni muy
          convencida, ni dicha lo suficientemente alto, ni lo adecuadamente enérgica,
          como era normativo para los integrantes del ejército alemán, y también a
          los reclutas, como pude enterarme más tarde.
            Seguidamente nos condujeron a la habitación número doce,  donde
          fuimos recibidos por cinco literas  superpuestas adornadas con sábanas
          blanco–azuladas. La orden que nos dieron fue:
            –¡A cambiarse! Colocad el resto de la ropa en los armarios; guardad los
          trajes de paisano en la maleta y bajad en seguida.
            Después de habernos cambiado nos miramos recelosamente. Creo que el
          viejo sargento que se ocupaba de nosotros también se dio cuenta de la
          apariencia ridícula que ofrecíamos.
            –Debéis –nos dijo–, arreglar el cuarto cada martes y cada viernes; tenéis
          tiempo desde las cinco hasta la siete.
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