Page 47 - El Misterio de Belicena Villca
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más prohibido, y lo más  abominable, un pecado irredimible, era sin dudas el
                 querer conservar la Piedra de Venus. El que no entregase voluntariamente a los
                 Sacerdotes del Culto, o a los Golen, la Piedra de Venus, sufriría la condena de
                 exterminio, es decir lo pagaría con la destrucción de su linaje, con el
                 aniquilamiento de todos los miembros de la Estirpe.
                        Demás está decir que los Golen se hicieron muy pronto de casi todas las
                 Piedras que todavía continuaban en manos de los pueblos nativos. A diferencia
                 de los Sacerdotes del Culto, ellos sólo remitían algunas a la Fraternidad Blanca:
                 otras las reservaban para utilizarlas en actos de magia, pues se jactaban de
                 conocer sus secretos y de poderlas emplear en provecho de sus planes; y a
                 éstas las denominaban, peyorativamente, huevos de serpiente. Los Señores de
                 Tharsis, claro está, jamás confiaron en  los Golen ni se amedrentaron por sus
                 amenazas. Pero la Espada Sabia era  una realidad que  se había trocado en
                 leyenda popular y a la  que no se podía negar con seriedad: los Golen
                 sospecharon desde un primer momento que en esa arma existía un secreto
                 vestigio del Pacto de Sangre. Puesto que los Señores de Tharsis no accedían a
                 entregarla voluntariamente, y que no podía ser  comprada a ningún precio,
                 decidieron aplicar contra ellos todos los recursos de  su magia, los diabólicos
                 poderes con que los habían dotado las Potencias de la Materia. Y aquí la
                 sorpresa de los Golen fue mayúscula pues comprobaron que aquellos poderes
                 nada podían contra el Fuego demencial que encendía la sangre de los Señores
                 de Tharsis. La locura, mística o guerrera, que los distinguía como hombres
                 impredecibles e indómitos, los situaba también fuera del alcance de los conjuros
                 mágicos de los Golen. No quedaba a éstos otra alternativa, de acuerdo a sus
                 demoníacos designios, que apoderarse por la fuerza de la Espada Sabia y
                 someter a la Casa de Tharsis a la pena de exterminio.
                        Este fue, Dr. Siegnagel, el verdadero motivo del contínuo estado de guerra
                 en que debieron vivir en adelante los Señores de Tharsis, lo que significó la
                 pérdida definitiva de la ilusoria soberanía disfrutada hasta  entonces, y no la
                 “codicia” que pueblos extranjeros y conquistadores pudiesen haber alimentado
                 por sus riquezas. Al contrario, no  existía en todo el orbe un Rey, Señor, o simple
                 aventurero de la guerra, al que los Golen no hubiesen tentado con la conquista
                 de Tharsis, con el fabuloso botín en oro y plata que ganaría el que intentase la
                 hazaña. Y fueron sus intrigas las que causaron el constante asedio de bandidos y
                 piratas. Mientras pudieron, los Señores de Tharsis resistieron la presión
                 valiéndose de sus propios medios, es decir, con el concurso de los guerreros de
                 mi pueblo. Pero cuando ello ya no  fue posible, especialmente cuando se
                 enteraron que los fenicios de Tiro estaban concentrando un poderoso ejército
                 mercenario en las Baleares para invadir  y colonizar Tharsis, no tuvieron más
                 salida que aceptar la ayuda, naturalmente interesada, de un pueblo extranjero.
                 En este caso solicitaron auxilio a Lidia, una Nación pelasga del Mar Egeo,
                 integrada por eximios navegantes cuyos barcos de ultramar atracaban en Onuba
                 dos o tres veces por año para comerciar  con el pueblo de Tharsis: tenían el
                 defecto de que eran también mercaderes,  y productores de prescindibles
                 mercancías, y estaban acostumbrados  a prácticas y hábitos mucho más
                 “avanzados culturalmente” que los “primitivos” iberos; pero, en compensación,
                 exhibían la importante cualidad de  que eran de nuestra misma Raza y
                 demostraban una indudable habilidad para la guerra.


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