Page 531 - El Misterio de Belicena Villca
P. 531

que te entretengo sin contemplar que ésta es la primera vez que dejas la cama
                 en quince días. ¿Realmente estás bien? Dime la verdad pues quizás sea mejor
                 que te acuestes y te haga subir la cena.
                        –Estoy muy bien tío Kurt –dije– y si quieres saber la verdad, lo que siento
                 ahora es hambre. Así que ¡vayamos a cenar!
                        Reía gozoso tío Kurt mientras nos dirigíamos al comedor. Una hora más
                 tarde volvíamos a ubicarnos en los sillones luego de haber tomado una cena fría
                 y liviana, a base de fiambres y ensaladas, durante la cual hablamos de diversos
                 temas desvinculados completamente de la narración interrumpida.
                        Al fin, mientras bebíamos una taza de café, decidió tío Kurt continuar el
                 relato.

                        –Es una hermosa noche de verano –dijo–. Cielo despejado, temperatura
                 agradable, silencio y fragancias del campo. ¡Te propongo que nos sentemos bajo
                 los sauces neffe! Verás que disfrutas la frescura de la noche en tanto avanzamos
                 con el relato.
                        –Oh no, –respondí–. Será mejor que retornemos al living-room. Allí
                 estaremos más cómodos.
                        Lamentaba estropear el entusiasmo  de tío Kurt pero no deseaba
                 enfrentarme a los dogos. Sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo pero
                 procuraría que fuera de  día. ¿Los dogos nuevamente de noche? La idea me
                 llenaba de aprensión, pero  tío Kurt no debió notarlo pues encogiéndose de
                 hombros se dirigió al living seguido por mí.


                        –Tres o cuatro semanas después de llegar a Crossinsee retorné a Berlín –
                 continuó narrando tío Kurt– para entrevistar a Konrad Tarstein, mi contacto en la
                 Thulegesellschaft.
                              La Gregorstrasse 239 correspondía a un vetusto caserón de dos
                 plantas que debía contar con más de dos siglos de azarosa existencia y su único
                 habitante, Konrad Tarstein, resultó ser un típico berlinés pequeño burgués, calvo,
                 de baja estatura, dotado de gruesa barriga, quien hacía juego perfectamente con
                 la decrepitud del lugar.
                        Es probable que semejante lugar y  sujeto –pensé– tuviesen por objeto
                 despistar a posibles espías o decepcionar a inquietos  aspirantes. Yo sufrí el
                 segundo efecto al golpear una mohosa argolla que giraba dentro de un puño de
                 bronce dudosamente fijado a la destartalada puerta.
                        –¿Sí? –preguntó una voz chillona que emergía de algún lugar indefinido.
                        –Soy Kurt Von Sübermann –dije, dirigiéndome a la diminuta mirilla que al
                 fin había descubierto en uno de los paneles de la puerta, desde donde un par de
                 ojillos huidizos me observaban impacientes. –Me envía Herr Rudolph Hess...
                        Se abrió la puerta y una figura rechoncha y pequeña apareció, con la mano
                 cortésmente extendida para saludar.
                        –Soy Konrad Tarstein –dijo–. Pase, lo estaba esperando.
                        El interior no mejoraba para nada la  impresión inicial. Amueblada con
                 manifiesto mal gusto, en una descuidada mezcla de formas y estilos, unos
                 minutos en la casa bastaban a cualquiera para desalentarse de que allí hubiese o
                 pudiese tratarse algo importante. Y  sin embargo yo esperaba mucho de la
                 Thulegesellschaft en la que, según Rudolph Hess, hallaría respuesta a todos mis
                 interrogantes.

                                                         531
   526   527   528   529   530   531   532   533   534   535   536