Page 601 - El Misterio de Belicena Villca
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como si realmente estuviesen husmeando un rastro físico, se pusieron rígidos y
estiraron las cabezas hacia arriba, y luego partieron como flechas en dirección al
Norte.
Viajamos varios días de ese modo, siempre escoltando a los perros daivas
y éstos siguiendo las invisibles huellas de la expedición alemana. Al principio Von
Grossen no puso objeción alguna pero luego comenzó a inquietarse, a
desconfiar, y a insinuar abiertamente la posibilidad de que los perros se hubiesen
extraviado. En honor de la verdad, debo decir que no carecía de razones para
dudar, pues la errática marcha de los dogos, que ora iban hacia el Norte, ora
hacia el Este, ora regresaban al Sur, ora torcían al Oeste, lo había desorientado
por completo.
Su brújula y sus mapas eran totalmente inútiles, me dijo dramáticamente
un día. –¡Estamos perdidos en el corazón del Tíbet, en un lugar absolutamente
desconocido para la civilización! ¡Quizás en un lugar que no es de este
Mundo!–. No es que el racional Von Grossen se hubiese tornado repentinamente
supersticioso: ocurría que los perros daivas nos condujeron realmente por una
ruta que no parecía de este Mundo. En ese momento nos encontrábamos en un
enorme valle, ornado de regular vegetación y dotado de primaveral clima; todo
era tranquilo y perfecto allí: sólo que ese lugar no podía existir donde estaba.
Observé un pequeño pájaro posarse en un árbol, vi un arbusto con flores
amarillas, eché una mirada perdida a una liebre veloz, y comprendí que la
circunstancia no tenía explicación. Recién entonces me entró preocupación y le
concedí razón a los reclamos de Von Grossen.
“¿Dónde Diablos estamos?” pensé, mientras detenía con una orden mental
a los dogos. Von Grossen me contemplaba fastidiado.
–¡Al fin ha comprendido el problema! Hace tiempo que le advierto que algo
no anda bien pero Ud. no me escucha. No escucha a nadie. Sólo presta atención
a sus malditos perros. No niego que en todo esto hay hechos sobrenaturales,
hechos que quizás Yo no pueda o no deba comprender: lo acepto y ni intento
cambiar las cosas. Sé que los perros nos guiarán por sendas extrañas, ilógicas,
para alcanzar a quienes también transitan por un camino mágico. Lo sé y no
busco comprender cómo lo hacen. Para eso está Ud. Pero óigame bien, Von
Sübermann ¿no puede suceder que, en éste o en otro Mundo, los perros se
desorienten, se extravíen, pierdan la pista de Schaeffer o sigan un rastro falso?
¿no puede haber, acaso, otros Magos, enemigos nuestros, que interfieran su
rumbo?
–¡Absolutamente, no! –le dije, pero ahora era él quien no escuchaba.
–Hace una semana que marchamos, supuestamente hacia el Lago Kuku
Noor, vale decir, hacia el N.E. ¿Sabe en qué región deberíamos estar?
–Sí –acepté de mala gana–. En Tsinghai. Este valle...
–¡No, Von Sübermann: Ud. sabe perfectamente que un valle como éste no
existe en Tsinghai ! Es un Ostenführer, si mal no recuerdo; lo leí en su legajo.
Vale decir que conoce bastante la geografía del Asia. Deberíamos estar en
Tsinghai, y a veces parecía que estábamos allí, pero definitivamente esto no es
Tsinghai ! ¡No sabemos siquiera si es el Tíbet!
Karl Von Grossen rió histéricamente y continuó. Yo decidí esperar que se
calmara.
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