Page 596 - El Misterio de Belicena Villca
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fracasaba, debía protagonizar una suerte de harakiri o seppuku, el honorable
suicidio ritual de los samurais japoneses.
Pero Von Grossen, además de duro, era un hombre de proverbial sangre
fría. No obstante su aprensión, dijo:
–Buena idea, Von Sübermann, trataremos de llevarla de inmediato a la
práctica.
Sin esperar respuesta, desenganchó las telas de la tienda y se precipitó al
exterior, efectuando vigorosos saltos de rana. Afuera la ventisca arreciaba. Lo
seguí perplejo y penetré con él en una de las vecinas carpas de los lopas.
Contrariamente a nosotros, que nos manteníamos abrigados introducidos en las
bolsas de dormir, los cinco tibetanos que teníamos adelante sólo vestían el
uniforme de porteador inglés de alta montaña: saco y pantalones verdes y
borceguíes.
Contemplé con la mirada perdida como la nieve de sus ropas se derretía y
el agua chorreaba y corría por la lona del piso hacia la abertura de eliminar
desperdicios, mientras Von Grossen interrogaba a los tibetanos en bodskad de
Jam. Naturalmente, por dentro estaba invocando a los Dioses, rezando una
plegaria para que se cumpliese el milagro y los kâulikas conociesen las
respuestas que obsesionaban al Standartenführer.
De pronto, y puedo asegurar que por primera vez en las semanas que
llevábamos juntos, vi a todos los lopas sonreír al unísono. ¡Sí, no cabían dudas:
nos miraban y sonreían! Y luego de intercambiar entre ellos sugestivos gestos de
complicidad, volvían a observarnos y reían más fuerte aún. Finalmente llenaron la
tienda con un coro de carcajadas incontenibles.
El severo rostro del jefe demostraba estupefacción y el mío debía
manifestar algo parecido. Sin embargo, ambos aguardamos con paciencia que
los lopas dominasen la gracia que les causara la pregunta de Von Grossen,
tratando con esperanza de vislumbrar una respuesta positiva en la asombrosa
reacción.
–¿Qué piensa de esto? –dije en alemán.
–Intuyo que se trata de Ud. –contestó enigmáticamente–. Supongo que
ellos creen que Ud. conoce la forma de seguir a Schaeffer.
Así era. Al concluir la hilaridad general, Von Grossen repitió la pregunta:
¿existía algún modo de encontrar la expedición occidental, ahora que ya habían
cruzado el Cancel de Shambalá? Volvieron a mirarse entre ellos, tentados de reír,
pero al fin uno de los monjes kâulikas tomó la palabra:
–No os burlamos de vosotros, aunque vuestra pregunta bien parece lo que
acostumbráis llamar broma. Pues no otra cosa que una broma nos parece el
averiguar cómo se puede seguir a algo o a alguien en el Universo, cuando quien
lo pregunta va acompañado por el amo de los perros daivas. Contestad vos, en
serio ¿quién podría ocultarse, y dónde habría un escondite tal, una vez que los
perros daivas obedezcan la orden del Hijo de Shiva y corran tras sus pasos?
Von Grossen no supo qué responder y me miró a los ojos con expresión
hostil.
–¡Le juro que no lo sabía! –me disculpé, escandalizado frente a la
posibilidad de que sospechase que Yo no quería seguir a Ernst Schaeffer.
–¡Decidme qué debo hacer y cumpliré! –grité indignado a los monjes–.
Vuestro Guru no me ha dado más información que un Yantra incomprensible y
sólo 60 días atrás no tenía ni la más remota idea de que existían los perros
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