Page 593 - El Misterio de Belicena Villca
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Oskar Feil, demandó varios días. Sin hacer mención a esas interrupciones, he
trascripto las partes principales en forma correlativa para no causar impaciencia,
una impaciencia parecida a la que, como es de suponer, me aconteció a mí en
esos días.
Sólo agregaré que, como seguramente le ocurrirá al lector, aquella hazaña
en la que participó tío Kurt, me trajo de inmediato a la memoria la “Hazaña de
Nimrod”, relatada por Belicena Villca. Indudablemente, la aventura del Tíbet tenía
un sello de heroísmo mágico, un estilo de “intrepidez sin límites”, que la
asemejaba a la historia del Rey Kassita. Por lo demás, el Enemigo era el mismo:
el Enemigo del Espíritu Eterno, el Enemigo de la Sabiduría Hiperbórea, el
Enemigo de “nuestros Estandartes”, como lo denominaba tío Kurt, es decir, la
Fraternidad Blanca de Chang Shambalá y sus agentes terrestres.
Del mismo modo, acopiaré en los capítulos sucesivos los relatos más
interesantes de tío Kurt sin intervenir. Naturalmente, emplearé tal criterio hasta
donde sea posible, es decir, hasta el Epílogo ¿Epílogo?, que fue cuando el relato
de tío Kurt, y todo relato, hubo de ser interrumpido. Yo, por mi parte, ya me
hallaba bien de salud a esa altura, y sólo aguardaba la culminación de la historia
para cumplir la solicitud de Belicena Villca: cada día que pasaba crecía mi
determinación, pues, a cada instante, las cosas se iban aclarando
irreversiblemente en torno de la Sabiduría Hiperbórea.
Según recuerdo, así prosiguió tío Kurt una mañana:
Capítulo XXIX
Cabalgamos sin detenernos hasta cruzar el camino Chang-Lam. Junto al
puente sobre el Río Amarillo, en el mismo sitio donde lo encontramos, dejamos al
gurka. Permanecería oculto aguardando al resto de la expedición, es decir, a los
dos monjes kâulikas y a los cinco porteadores holitas. Nosotros, en cambio,
continuaríamos varios kilómetros para acampar en los montes del N.E.
No convenía hacernos ver por el momento pues el ataque a la aldea
duskha causaría la consiguiente alarma en la región e ignorábamos la reacción
de las autoridades oficiales del Tíbet, quienes tal vez sospechasen de nuestra
intervención.
Comenzaba a amanecer cuando nos detuvimos, siendo evidente que el
buen tiempo que nos acompañara hasta entonces se había acabado. Densas
nubes surcaban velozmente las alturas y una brisa helada, que nos calaba hasta
los huesos, anunciaba sin equívocos posibles la inminente tormenta. Se trataba
de una tormenta de nieve y el lugar más protegido sería, paradójicamente, el
campo raso: de acampar contra las rocas de una barranca podríamos terminar
sepultados por una avalancha. Dimos al fin con una depresión elevada, un
pequeño valle de 30 metros cuadrados rodeado de suaves laderas, y nos
empeñamos con celeridad en armar las carpas de alta montaña.
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