Page 589 - El Misterio de Belicena Villca
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En esos momentos, los lamas advirtieron el incendio que consumía a la
                 aldea y exhortaron al pueblo a combatirlo empleando el agua de los estanques y
                 canales interiores, los que se podían inundar en cuestión de minutos abriendo
                 unas exclusas que contenían la presión  del lago. Hay que admitir que algunos
                 duskhas conservaron la calma en esos trágicos instantes y corrieron a cumplir las
                 órdenes, que los lamas no se atrevían a realizar por sí mismos; y otros hubo que
                 intentaron vanamente oponerse a la voracidad del fuego. Pero una cosa es
                 detener un incendio ocasional, surgido por accidente en tal o cual lugar, y otra
                 muy distinta enfrentarse a cien focos deliberadamente encendidos.
                        El incendio se tornó incontenible en ciertos barrios y sus moradores
                 huyeron despavoridos, algunos rumbo al  exterior, y otros en dirección al
                 Lamasterio. Sin reparar en los cadáveres acribillados que sembraban la plaza,
                 turbas procedentes de varias direcciones convergían a cada instante para
                 solicitar socorro Divino de sus Dioses,  en tanto los lamas los conminaban a
                 luchar de inmediato, contra el fuego y contra los invisibles pero letales enemigos.
                        Sin embargo, aunque era ensordecedor el lamento y  los alaridos de los
                 desesperados, sobre el ruido de fondo que producía el crepitar de las cosas al
                 quemarse, ya no se escuchaba el sonido de las armas de fuego. Alentados por
                 tal silencio, los lamas gritaban ahora oraciones y mantrams desde casi todas las
                 ventanas.

                        Una y dieciséis. La escuadra de Von Grossen surgió de improviso de las
                 tinieblas de la Pagoda y marchó en orden cerrado de dos en fondo durante unos
                 metros. Un instante después Kloster  y Hans disparaban las dos primeras
                 granadas incendiarias hacia dos ventanas del segundo piso: una impactó en el
                 pecho del lama que vociferaba circunstancialmente su discurso y lo hizo
                 desaparecer bajo una luz cegadora; otra  penetró limpiamente por la abertura
                 contigua y estalló en el interior del Gompa. Y a través de ambas ventanas, luego
                 de apagarse el brillo de la explosión, se vio como las llamas lo abrasaban todo.
                        Mas los   no se detenían a evaluar el efecto de su ataque. Tras las dos
                 primeras, continuaron enviando granadas contra las ventanas a razón de diez por
                 frente, hasta completar las cuarenta. Kloster corrió por la derecha, seguido de
                 Von Grossen y dos kâulikas, deteniéndose  a trechos para cargar la granada y
                 disparar. Hans lo hizo por la izquierda, protegido por Heinz y tres kâulikas, tirando
                 de manera semejante.
                        Nadie había contado con la posibilidad que el Monasterio tuviese su propio
                 cuerpo de guardia, la que pasó desapercibida para el observador gurka. Empero,
                 aquélla era insignificante en número, aunque sus miembros poseían buen
                 adiestramiento en el empleo del sable. Allí sufrieron la primera y única baja,
                 cuando una sorpresiva cuchillada segó  la vida de un lopa  del grupo de Von
                 Grossen. Los guardias, dos o tres por puerta, permanecían afuera y trataron,
                 haciendo gala de cierto valor, de impedir que fuese atacado el Monasterio. Por
                 supuesto, no tenían ni la destreza ni el conocimiento necesario para rivalizar con
                 los kâulikas y, cuando no fueron eliminados por sus cimitarras, cayeron
                 perforados por las implacables balas germanas.
                        En contados segundos el Lamasterio  fue, pues, igualmente pasto de las
                 llamas. Como huéspedes involuntarios de un horno infernal, como si el Rayo de
                 Indra hubiese efectivamente  caído sobre el pacífico Ashram Jafran, la mayor
                 parte de los hipócritas Santos lamas halló horrible muerte en esos primeros

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