Page 587 - El Misterio de Belicena Villca
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ancianos, hombres, mujeres, niños, a nadie perdonaba la cimitarra kâulika.
Después de la una y diez, al sumárseles los dos lopas que volvían de rematar a
los heridos de la guarnición, los cuerpos de decenas de familias completas
yacían sin vida en la vecindad de sus moradas.
Mas, a esa altura de los hechos, tras la explosión de las bombas, las
granadas, y el tableteo de las metralletas, el caos era dueño de la aldea duskha.
En medio de infernal gritería, una multitud de gente desconcertada convergía
sobre esa calzada, algunos con el fin de llegar hasta las murallas, y otros para
encaminarse hacia el Monasterio. Y aunque muchos venían armados con
puñales y sables, y ofrecían fugaz resistencia a los monjes kâulikas, éstos
segaban inexorablemente sus miserables vidas.
Cuando los cuatro oficiales marcharon a la carrera rumbo al Monasterio,
la avenida se había convertido en un río de sangre. Pero el camino estaba
eficazmente “despejado”. Sólo dispararon algunas ráfagas al pasar, sobre la
muchedumbre que afluía por las callejuelas laterales. Detrás de ellos avanzaron
también los kâulikas, cumpliendo admirablemente su función de asegurar la
movilidad de los alemanes.
A la una y diez, entretanto los alemanes marchaban por la avenida,
regresaron los dos arqueros lopas del exterior y subieron por una escalera de
piedra hasta las torres que custodiaban el destruido portón de entrada. Allí se
separaron: uno tomaría por el pasillo de la izquierda y el otro por el de la derecha,
pasillos que conectaban todas las torres entre sí y que consistían en angostas
plataformas voladizas, distribuidas periféricamente en el lado interior del muro. En
cada torre existía un primitivo fogón, que ahora resultaba inútil para calefaccionar
los definitivamente helados cuerpos de los guardias. Los kâulikas, desde las
primeras torres, observaban el conglomerado de casas que se extendía
compacto en una franja de trescientos metros de ancho, paralela a la muralla.
Utilizando las distintas torres era posible dominar cada detalle, manzana,
callejuela, casa o Templo, de la aldea duskha.
El día anterior lo habían pasado fabricando las flechas incendiarias. No fue
difícil: bastó con arrollar en las puntas de las flechas comunes un hilo de lana
impregnado en una mezcla de aceite combustible y azúcar. Tenían cien flechas
de aquellas pues, según Von Grossen, no se requerían más; lo importante,
explicó el Standartenführer, no era la cantidad de flechas sino la calidad de los
blancos seleccionados y el grado de acierto en los tiros. Conforme a dicha
táctica, los kâulikas eligieron los cien blancos uno a uno, procurando apuntar a
los materiales inflamables tales como maderas y telas.
Las puertas, ventanas, toldos, cortinas, sacos de alimentos, las parvas de
forraje y los telares armados bajo anchos corredores, comenzaron poco a poco a
tomar diferentes categorías de combustión. En algunos sitios, las llamas pronto
sobrepasaron la altura de las casas y las chispas invadieron las inmediaciones; el
fuego se propagó inexorablemente y el incendio se hizo general.
Al llegar ambos kâulikas a las torres finales, a la una y veinte, la aldea
duskha se había transformado en una gigantesca hoguera. Las turbas
incontroladas trataban en su mayoría de escapar del calor sofocante y llegar al
lago o salir fuera de las murallas. Los centinelas de las puertas laterales,
atrapados entre las llamas y la muchedumbre, abrieron y no pudieron impedir el
paso de cientos de pobladores aterrorizados. A esa hora, los dos monjes kâulikas
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