Page 586 - El Misterio de Belicena Villca
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hoja, construido con tablas ensambladas y cubierto de herrajes que tapaban
                 totalmente las hendiduras. Era ciertamente una fuerte valla, que hubiese resistido
                 más de una carga de ariete, pero sin dudas ineficaz en la guerra moderna, frente
                 a la artillería o a las bombas como las que nosotros colocamos. Kloster miró la
                 hora: dos minutos para la una; entonces dio ignición al detonador retardado de
                 dos minutos y se apretó contra el muro, al lado de Von Grossen.
                        Psicológicamente, dos minutos pueden durar un instante o una Eternidad,
                 especialmente si existe la posibilidad  de que uno muera al  cabo de ellos. Los
                 alemanes, para evitar pensar en todo aquello que no fuese el combate, se
                 entregaron a verificar que las metralletas tuviesen destrabado el seguro; a
                 controlar por enésima vez que los cargadores vendrían fácilmente a la mano, de
                 las cartucheras de lona; y a asegurarse que las granadas de palo se deslizarían
                 sin problemas del cinturón y de la boca de las botas. Así, para los alemanes, los
                 dos minutos estuvieron más cerca del instante que de la eternidad. Los kâulikas,
                 en cambio, permanecieron absolutamente inmóviles, con la mente concentrada
                 en la unidad infinita del Kula. Para ellos, que se habían despojado de la
                 conciencia de la duración, los dos minutos fueron semejantes a la Eternidad.
                        Pero todos corrieron igualmente cuando las bombas explotaron. Y,
                 literalmente hablando, se cansaron de matar.
                        Las cargas, distribuidas con singular pericia, arrancaron completamente el
                 portón y lo destrozaron, esparciendo los pedazos a decenas de metros a la
                 redonda. Aún no se había disipado el humo de la entrada y ya Von Grossen y
                 Heinz estaban plantados frente a las dos únicas puertas de las barracas.
                        Adentro reinaba una gran confusión, y sólo unos pocos atinaron a tomar su
                 arma e intentar salir; mas tal reacción sobrevino muy tarde para salvarles la vida.
                 Kloster y Heinz corrían desde un minuto antes alrededor de las barracas
                 arrojando las granadas por las troneras: a la quinta granada, simultáneamente,
                 ambos tugurios comenzaron a desmoronarse. Desesperados, los que resultaron
                 milagrosamente ilesos,  pugnaban por ganar las puertas y salir, para caer
                 abatidos sobre los cadáveres de sus predecesores, fulminados por las
                 inclementes ráfagas de las Schmeisser.  Ni uno solo escapó  de aquella trampa
                 mortal.
                        Al no aparecer más guardias por las puertas, Von Grossen dio una orden y
                 dos kâulikas penetraron en las ruinas y se dedicaron a rematar a heridos y
                 sobrevivientes con certeras puñaladas. El  Standartenführer consultó su reloj
                 pulsera de agujas luminiscentes: la una y ocho. ¡En solamente ocho minutos, y
                 sin darles tiempo a disparar un tiro, los tres oficiales          exterminaron a la
                 guarnición duskha!
                        Desde la entrada principal, y hasta la amplia plaza donde se elevaba el
                 Monasterio, corría una ancha avenida de  300 metros de largo por la que Von
                 Grossen había planeado el siguiente avance. Salvo los dos lopas que quedaron
                 afuera, y cuya misión consistía en subir a las torres, a los kâulikas se les
                 encomendó “despejar” el paso de los alemanes. Con ese propósito, apenas voló
                 el portón, tres de ellos se dirigieron  directamente hacia allí blandiendo sus
                 cimitarras y, con notable maestría, degollaron a todos los duskhas que se
                 cruzaron en su camino. Se habían repartido el trayecto y cada uno iba y venía
                 unos cien metros prodigando mandobles a diestra y siniestra.  Los primeros en
                 morir fueron, desde luego, los habitantes de las casas con fachada a la avenida,
                 y que cometieron el irreparable error de salir a la calle al oír las explosiones:

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