Page 582 - El Misterio de Belicena Villca
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Shambalá la ofrenda de dolor de una víctima humana, grato regalo para quien
ostenta los títulos de “Padre del Dolor Humano”, “Señor de los Señores del
Karma”, y “Supremo Maestro de la Kâlachakra”.
Desde entonces, los duskhas, pueblo descendiente del mítico Dusk,
cuidaron celosamente la región y edificaron el Templo a Rigden Jyepo sobre la
“Isla Blanca”, denominada así en recuerdo de Chang Swetadvipa, la “Isla Blanca
del Norte”, invisible a los ojos humanos y asiento de la Puerta de Chang
Shambalá, la Mansión de los Bodhisatvas. Con el correr de los siglos, el pueblo
de los duskhas creció, así como el número de su comunidad de lamas, viéndose
obligados a levantar el enorme Gompa Ashram Jafran, al que rodearon de bellas
Pagodas, dedicadas al culto de diversas Deidades de la Fraternidad Blanca. La
isla con su Templo, se encontraba muy cerca de la orilla Oeste del lago; frente a
ella, se erigía en tierra firme el Monasterio con su anillo de Pagodas; y más atrás,
formando un amplio semicírculo que tapaba y a la vez protegía al conjunto de
edificios religiosos, estaba la aldea de los duskhas.
El Hoang-Ho, o Río Amarillo, siempre ha constituido en esa región una
triple frontera entre los Reinos del Tíbet, de Mongolia y de la China. Durante
miles de años los ejércitos invasores, procedentes de tal o cual Reino, pasaron
frente al Ashram Jafran, respetando frecuentemente su status de comunidad
religiosa pero en algunas ocasiones intentando ocupar la aldea o sometiéndola al
saqueo. Esa realidad forzó a los duskhas a fortificar la plaza, construyendo una
elevada muralla de piedra en forma de “U”, que iba de orilla a orilla del lago
Kyaring: en la abertura de la “U”, frente al espacio abierto en el lago entre los
extremos de la muralla, estaba la Isla Blanca con el Templo y el prisionero que
procurábamos liberar.
Y en la base de la “U”, que era el frente de la ciudad amurallada, se
hallaba una enorme puerta de madera, enmarcada en dos torres elevadas que
hacían las veces de atalaya, ocupadas permanentemente por vigías armados. En
los dos ángulos de la “U” existían también sendas torres con sus respectivos
centinelas.
Bueno es aclarar que tales medidas de seguridad habían surgido por la
fuerza de las circunstancias, es decir, por la necesidad de proteger los Templos y
el Ashram ante posibles invasores, pues los duskhas carecían en absoluto, pese
a su ferocidad para el Sacrificio Ritual, de vocación guerrera. Conformaban, eso
sí, un pueblo de Sacerdotes natos, cuyos miembros ingresaban desde temprana
edad en la práctica del Culto y vivían siempre ascéticamente, haciendo gala de
un rigorismo ultramontano. No sólo no eran guerreros, sino que la guerra les
causaba un horror esencial, y la imaginaban como un efecto del error humano, de
la ceguera del hombre, que no veía, como ellos, la Bondad de los Dioses
Creadores del Universo.
Sus armas de fuego se reducían a un escaso centenar de fusiles Martini-
Henry del siglo XIX y seis pequeñas piezas de artillería fija, montadas en las
torres de la muralla: carecían por completo de armas de puño. En cambio la
cuchillería era abundante y variada, y la manejaban con regular destreza.
A estas deficiencias de material, se sumaba la escasa visión estratégica de
aquellos infelices, que habían acuartelado la totalidad de su guarnición, unos cien
efectivos, en dos barracas situadas a ambos lados del portón principal.
Evidentemente, todo el peso de su defensa se basaba más en factores
psicológicos que reales, vale decir, que confiaban en la disuación de sus
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