Page 584 - El Misterio de Belicena Villca
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representaba el Rostro de Kâly como Mrtyu, la Muerte. La cimitarra, envainada,
                 pendía de un tahalí sobre el costado izquierdo. Y finalmente, en una pequeña
                 vaina trabada por la faja, iba el puñal de hoja flameada y empuñadura de marfil,
                 de tamaño semejante al  Panzerbreher medieval o a  su contemporáneo
                 “Misericordia”.
                        Los integrantes del Círculo Kâula denominaban en su Tantra, “Rudra” a
                 Shiva, palabra que surgía de la contracción y aglutinación de Ru y Duskha, y que
                 significaba “El que destruye el Dolor”. Shiva era así el Enemigo del Dolor, o el
                 Enemigo de Dusk; y sus discípulos, por extensión, serían los Enemigos de los
                 duskhas. Esto lo aclaro, neffe, porque  no podría dejar de considerar, en el
                 balance del armamento propio, al profundo odio que los kâulikas experimentaban
                 por los duskhas, como un importante elemento táctico a favor. Los kâulikas
                 tenían a los duskhas poco menos que como vampiros que vivían del dolor
                 humano, y estaban psicológicamente predispuestos a actuar con el máximo rigor
                 contra “la familia de Dusk”: Shiva Rudra aprobaría y premiaría la demostración de
                 valor de sus Kshatriyas kâulikas.

                        El Sol se ocultó tras la formidable Cordillera Bayan Kara y la noche,
                 impenetrable debido a la escasa luz lunar del cuarto menguante, descendió sobre
                 el lago Kyaring. A las cero horas dejamos los caballos bien sujetos un kilómetro
                 antes del Ashram Jafran y comenzamos a  avanzar a pie, cargando el material
                 necesario para el ataque. Este se había fijado para la una en punto, hora en que
                 los dos grupos debían estar en sus puestos.
                        El gurka, conocedor del trayecto hacia el Templo, uno de los lopas, y Yo,
                 nos encargaríamos de rescatar a Oskar, en el momento exacto en que Von
                 Grossen con los demás iniciarían el ataque frontal. La sorpresa era el factor
                 determinante del éxito de nuestra Estrategia y por eso nos movíamos con
                 extrema cautela.
                        A la una menos cuarto,  y a unos trescientos metros de la torre de
                 vigilancia, entramos en el lago. Los tres éramos Iniciados y sabíamos cómo
                 liberar el calor de la energía ígnea Kundalini para evitar la congelación, pero sin
                 ninguna duda en ese medio acuático de  alta montaña los kâulikas me
                 aventajaban: las prácticas de Hata yoga de la   se concentraban principalmente
                 en resistir con el cuerpo desnudo las bajas y secas temperaturas de los Alpes
                 bávaros. Así, Yo tiritaba aún de frío, cuando arribamos a la Isla Blanca minutos
                 más tarde, sin que los duskhas nos oyesen.
                        En la parte posterior del Templo, los tres invasores trepamos hasta la
                 abertura estrellada por la que ingresara cuatro días atrás el infortunado Gangi.
                 Era casi la una de la madrugada. A partir de entonces debíamos actuar con
                 matemática precisión, pues cabía la  posibilidad que los guardias interiores
                 tratasen de dar muerte a Oskar al recuperarse de la sorpresa del ataque.
                        A la una y cinco segundos, con exactitud germánica, una poderosa
                 explosión exterior hizo  vibrar el Templo y dejó paralizados de terror a los
                 custodios. En ese instante, mientras afuera se desataba el Infierno, Yo salté
                 desde la ventana, rodé por el piso en dirección al altar, me paré bruscamente, y
                 con una sola ráfaga de la Schmeisser acabé con los cuatro guardias. Los cuatro
                 recibieron las balas por la espalda y murieron sin saber qué pasaba, remachados
                 contra la puerta del Templo hacia la que estaban vueltos. Una ofrenda más justa
                 que Oskar Feil era la que ahora recibía el horrible ídolo, tras el cual me había

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