Page 583 - El Misterio de Belicena Villca
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murallas, y el escaso botín que había tras de ellas, para desalentar a los posibles
                 atacantes. Las mismas piezas de artillería representaban  antes un objeto
                 disuasivo que un peligro real para los sitiadores, puesto que difícilmente
                 funcionarían: y eso si se daban las condiciones ideales de que hubiese pólvora
                 seca, municiones y mecha, y se colocasen estos elementos en la forma correcta.
                        En síntesis, como la región estaba tranquila por el momento, y no tenían
                 motivos para sospechar ningún ataque, la guardia estaba reducida a su mínima
                 expresión: un hombre en cada torre, es  decir, seis vigías; dos en la puerta
                 principal y uno tras cada una de las otras  cuatro puertas laterales, o sea, seis
                 guardias más; otros seis guardias en el Templo de la Isla Blanca, dos afuera y
                 cuatro adentro; y cuarenta efectivos durmiendo en cada una de las barracas, pero
                 prontos a salir ante la menor alarma.



                        Esa noche, Kâly haría realidad las  plegarias del gurka. No serían los
                 golpes del Tridente de Shiva, ni el Fuego del Rayo de Indra, ni la certeza de las
                 flechas de Arjuna, pero la venganza de  Bangi se instrumentaría por medio de
                 otros poderes semejantes: los golpes de las balas de nuestros fusiles, el fuego de
                 las granadas, y la certeza de las flechas de los lopas.
                        Por el número de efectivos que contaba, la formación que comandaba Von
                 Grossen era apenas una escuadra; mas, por la moral combativa y la conciencia
                 de la propia fuerza, debía ser calificada de falange o legión. Una legión, se diría,
                 por su gran movilidad para la blitzkrieg. De entrada, atacaríamos divididos: Von
                 Grossen conduciría el grueso de la escuadra, en tanto que una cuadrilla dirigida
                 por mí operaría en el Templo. En una segunda fase del plan, la escuadra se
                 bifurcaría en dos pelotones, para luego reunirnos todos, en un punto prefijado, y
                 ejecutar la retirada.
                        Solamente los alemanes iríamos al asalto provistos de armas de fuego:
                 una pistola Luger y una metralleta Schmeisser por cabeza, además de dos de los
                 obsoletos fusiles Mauser 1914, que ya se verá para qué iban a servir. En esos
                 días, las Schmeisser de 9 mm. eran armas secretas, y sólo a un cuerpo de Elite
                 como el nuestro se le había permitido llevarlas fuera de Alemania. Contábamos
                 con cincuenta cargadores con treinta balas cada uno, pero Yo sólo llevaría dos,
                 quedando los restantes para mis Camaradas que sostendrían el grueso del
                 ataque. Naturalmente, todos portábamos la daga de Caballero  , con la leyenda
                 “Blut und Ehre” labrada en la hoja.
                        Los guerreros kâulikas, por su parte, empleaban tres clases de armas:
                 arco y flechas, cimitarra, y puñal. Como dije antes, aquellos monjes eran expertos
                 en artes marciales, y su habilidad para la arquería no tenía rivales en el Tíbet,
                 donde nadie dudaba en atribuir un poder mágico a sus flechas y se afirmaba que,
                 tanto podían dar en el blanco de día como de noche, con los ojos abiertos o
                 vendados, etc. Todos cargaban cincuenta flechas, ni una más ni una menos, en
                 un carcaj que dejaban suspender contra la pierna derecha: cada flecha
                 correspondía a uno de los cráneos del collar de Kâly y por eso tenía grabada en
                 su vara una de las letras del alfabeto sagrado de los arios. La cimitarra era una
                 espada corta, de unos 80 centímetros con hoja de un solo filo, corva, tronchada
                 de forma convexa y a contrapunta, y  ensanchada en ese extremo; el arriaz
                 protegía el puño con dos gavilanes que imitaban la uña del águila, y la
                 empuñadura, de marfil negro, tenía un pomo exquisitamente cincelado, que

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