Page 579 - El Misterio de Belicena Villca
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sobre la piedra sacrificial. Frente a él, el Jefe de los Señores del Karma gozaba
                 anticipadamente el  yajnavirya de su dolor, según pensó el intruso con un
                 estremecimiento, al observar el rictus  y la mirada diabólica de la siniestra
                 escultura. Pero vio algo más: en el interior también había una guardia. Constaba
                 de cuatro duskhas, aunque se hallaban a bastante distancia, junto a la única
                 puerta del Templo: dos dormían sobre  una estera, en tanto los otros dos
                 charlaban animadamente.  El gurka comenzó a arrastrarse sigilosamente,
                 tratando de que la piedra sacrificial interceptara la visión de los duskhas y
                 llevando en la boca un afilado puñal para cortar las ligaduras.
                        Momentáneamente oculto tras el altar  de piedra, el gurka kâulika se
                 incorporó suavemente y atisbó por  encima del cuerpo de Oskar el
                 comportamiento de los duskhas: continuaban completamente distraídos,
                 entretenidos ahora en jugar a los dados.  Deslizó una mano sobre la cara de
                 Oskar y la apretó fuertemente contra su boca, con el propósito de evitar que
                 hablase o emitiese algún sonido innecesario al despertar. Empero, a pesar de
                 sacudirlo con singular violencia, el prisionero no volvía en sí. Finalmente abrió los
                 ojos, pero Gangi los vio blancos, con  las pupilas desorbitadas hacia arriba, y
                 comprendió contrariado que el alemán padecía los efectos de un narcótico.
                        Nada se podía hacer, salvo retroceder y abandonar el Templo. Shiva
                 sabría perdonar a quien por lo menos había arriesgado su vida para rescatar a la
                 víctima de los Demonios. Pero estaba  visto que los Dioses dispusieron otro
                 Destino para el gurka; al quitar la mano de la boca de  Oskar, creyéndolo
                 completamente desvanecido, ocurrió lo impensable: lanzó un agudo lamento y se
                 convulsionó durante un instante, para caer enseguida en el desmayo anterior.
                        El cuerpo volvió a quedar inerte, mas ya era tarde: los centinelas corrían
                 hacia el altar profiriendo exclamaciones.  El gurka saltó sobre el primero y lo
                 apuñaló, pero tuvo que rendirse a continuación frente a la amenaza de dos
                 disuasivos fusiles. Otro guardia abrió la puerta del Templo y pronto hubo una
                 multitud enardecida de duskhas rodeando al intruso. Si Gangi hubiese contado
                 con las armas de los guerreros kâulikas habría presentado mejor batalla, pero
                 dado el papel de porteador que representaba en la expedición lo más que podía
                 llevar era aquel cuchillo oculto entre sus ropas. En ese terrible momento, lo único
                 que deseó fue que su hermano consiguiese huir.
                        Y su deseo se cumplió, pues el otro gurka descendió con celeridad de la
                 cornisa y se internó en el lago, ganando la orilla sin ser visto. Escondido tras un
                 murillo que seguía el contorno de la  playa, observó cómo minutos después
                 llegaba Ernst Shaeffer acompañado por dos de sus más fieles colaboradores y
                 seis lamas del Bonete Kurkuma. La suerte de su hermano estaba echada.
                        Para el caso de ser capturados, ambos quedaron de acuerdo en declarar
                 que la incursión al Templo obedecía al único propósito del robo: –“suponían que
                 en el Templo –dirían– habría objetos de valor que podrían ser sustraídos a la
                 custodia de los duskhas para luego comerciarlos en China o en la India,
                 produciendo así un cambio favorable en la vida de dos pobres sherpas”. Serían
                 ejecutados, desde luego, por el sacrilegio cometido  y, especialmente, porque
                 Schaeffer no podía dejar testigos de la presencia de Oskar Feil en el Templo.
                 Pero la versión del robo alejaría sus sospechas y no pondría en peligro la tarea
                 de los espías alemanes.
                        Ahora uno de los gurkas, Bangi, estaba libre pero no cabían alentar
                 esperanzas sobre la suerte que correría su hermano: sería asesinado para evitar

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