Page 126 - Egipto TOMO 2
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EL CAIEO
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regocijados se encaminan al lugar de la fiesta, y luego, constituyendo un espectáculo
que, por lo desusado, difícilmente puede olvidarse, el coche de una princesa que con escolta
de eunucos v precedido de diferentes criados portadores de senda» teeia», pa»a junto a
nosotros cual fantasmagórica aparición. Las comitivas aumentan al paso que nos acerca-
mos al jardin de Ezbekyjeh : en este momento llega á nuestros oidos un rumor sordo:
doblamos la esquina del New—.Hotel, y nos encontramos en una calle sumamente laiga, llena
de numerosa muchedumbre, flanqueada de tiendas é iluminada por medio de numerosas
antorchas é innumerables faroles. A pocos pasos que damos en ella no» encontiamos
arrastrados por la corriente, y, unas veces empujando y otras siendo empujados, marchamos
adelante. Un coche de alquiler, precedido por un saita que no llega á diez años, y cuyo oficio
es abrir paso, á duras penas puede adelantar. Tras largos esfuer-
J!:, S
zos lo consigue, la gente abre calle, las apreturas aumentan, el
aire falta, el calor sofoca; pero el coche pasa y la muchedumbre y
nosotros con ella, seguimos adelante precipitándonos sobre el
hueco que el carruaje va dejando en pos de sí. Aquí pueden verse
la hombría de bien y el carácter dulce de lo» habitantes del Cairo:
semejante confusión estaría ocasionada en Europa á brutalidades
y otros excesos; pues bien, el bueno del cairota á quien hale alcan-
zado un pisotón que le ha hecho ver más estrellas que luces hay
PADRE E HIJO
en la calle, conténtase con decirle al que se lo ha dado: «¿Estás
»ciego, pedazo de animal?» A lo cual el interpelado contesta muy tranquilamente: Ma alesh.
«Esto no vale nada;» verdad indiscutible respecto de la cual el infortunado no tiene cosa
alguna qué oponer. Y no se vaya á creer que esta gente tenga en las venas orchata de
chufas: nada ménos que esto. A lo mejor dos zagalones vienen á las manos por un quítame
allá las pajas, y agarrados y forcejeando, juran por Allah y perjuran por el Profeta, roncos
de ira y más fieros que gallos en pelea, que allí han de morir uno á manos de otro. Unos les
azuzan, otros los denuestan, aquellos procuran separarlos, y todo es gritos, chillidos y
denuestos. De repente hiende los aires un cohete que al estallar deja caer una luz roja ó
verde : todas las miradas se dirigen hácia el punto en que se distingue la radiante aparición
de todos los pechos se escapa un ¡ah! de sorpresa y de júbilo; los contendientes olvidan su
querella, y lamiéndose los arañazos ó frotándose los cardenales se meten entre la muche-
dumbre sin acordarse ya más de las causas de la pelea y puesta toda su atención,
verdaderamente infantil, en los accidentes de la fiesta.
A los dos lados de la calle se contemplan las tiendas radiantes de luz. Aquí, allá y en
todas partes aguadores de cesta y botijo ó de cántaro y vasera y vendedores de frutas que á
gritos ofrecen y pregonan su mercancía. En esta tienda, listada de rojo y de negro, se
distribuyen al público que paga, ricas tazas de aromático café: en aquella, cerrada por tupida
cortina, se oyen risas y cantos y carcajadas con que se celebran los maliciosos é intencionados
gestos de Karagheuz: un buñolero que ha sentado sus reales al lado, saca de su pequeño