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392 DE LA CIUDAD DE AMON A LA CATARATA
estacas y cubiertas de girones de tapices, sus chozas y sus muebles, revelan una miseria
extrema, y corresponden al insignificante salario que reciben por apacentar los rebaños, ó
en virtud de los servicios que prestan á las caravanas como camelleros ó de otra suerte , ó al
menguado provecho que les proporcionan los productos de su suelo, reducidos á forraje,
estiércol de camello, agua, goma y leña que convierten en carbón. Los que viven en las
cercanías del mar Rojo, aliméntanse como sus antepasados, los ictiófagos, de los peces y
crustáceos que las olas arrojan á la playa, sin que para procurárselos se atrevan á penetrar en
el agua.
Los ababdes que encontramos en las canteras del Silsile examinaron nuestro trabajo
amistosamente y con gran sorpresa, y luego nos acompañaron á la dahabijeh, que continuó
adelantando hácia el Sur.
Las márgenes del Xilo van siendo de cada vez más desiertas y amarillentas: los hom-
bres y los muchachos que ponen en movimiento los aparatos para regar son más negros, y
andan ménos cubiertos: las aldeas y los bosques de palmeras, son más escasas y más
reducidos. Cuanto alcanza la mirada pierde el aspecto egipcio para tomar el aspecto nubio.
El sol del medio dia abrasa:
allá sobre un banco de arena se distinguen dos cocodrilos, y
cuando el astro del dia se oculta detrás del horizonte, las enrojecidas brumas de la tarde no
iluminan los elevados palomares del Alto Egipto: en vano buscamos las mujeres feláhes que
en numerosos grupos venían á llenar sus alcarrazas de agua del rio; pues sus orillas,
constituidas por elevados peñascos cortados á pico, en cuyas hendiduras, como carámbanos
de hielo, se distinguen algunos regueros de arena blanquecina, llegan por uno y otro lado
hasta la corriente, sobre la cual se levantan, cortadas á pico, ó de ella se encuentran
únicamente separadas por estrechas fajas de tierra inculta ó por pequeños campos no muy
bien cultivados. Durante mucho tiempo tuvimos fija nuestra mirada en el horizonte, intensa-
mente enrojecido por los rayos del sol poniente,
y cuando convertimos al Este nuestras
miradas, distinguimos delante de nosotros, sobre una altura completamente desnuda, un
hermoso templo de época antigua, bañado en los purpúreos reflejos de la tarde. Llegada la
noche la dahabijeh dejó caer el áncora junto á un monton de sillares
y columnas destruidas,
por entre las cuales corre el agua produciendo asordador estrépito. El templo de la
eminencia, que perdido en el silencio absoluto de la noche y acariciado por la pálida luz de la
luna, semeja un castillo encantado surgido para fascinarnos, no
es más ni ménos que el
célebre santuario de la Ciudad de oro egipcia, Nubi, cuyo nombre, convertido en Unbi,
trocóse en boca de los griegos en Omboi y Ombos. Los árabes dan al templo abandonado el
nombre de Kom-Ombu,
es
decir, cerro formado por las ruinas de Ombos. En cuanto á la
ciudad de que en otro tiempo formaba parte, nada se sabe, pues ha sucumbido bajo la
influencia de dos enemigos á cual más poderosos: el rio y el desierto. No existe de ella resto
alguno, ni una piedra, ni traza de cimientos: sólo el templo con las inscripciones que en él se
leen, queda en pié para dar testimonio de su pasada existencia. Los que destruyeron
la
morada de los hombres, acabarán para anonadar, tarde ó temprano,
la casa de los dioses: