Page 27 - Fantasmas
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Joe HitL



           Carroll  lo había visto venir —después  de haber leído ca-
      si diez mil relatos  de terror  y de horror  sobrenatural  era difícil
      que  algo lo cogiera desprevenido—,  pero  aun  así lo había dis-
      frutado.  Para los expertos,  sin embargo, un  final sorpresa  (por
      muy  conseguido  que  esté) es  siempre  sinónimo  de literatura
      infantil  y comercial  o de televisión  barata.  Los lectores  de The
      True North  Review  eran,  suponía,  académicos  de mediana  edad,
      personas  qué enseñaban  Beowulf  y Ezra Pound  y soñaban  de-
      sesperadamente  con  ver  algún día un poema  suyo publicado  en
      The New  Yorker.  Para  ellos, un  final  inesperado  en  un  relato
      corto  era  el equivalente  a una  bailarina  tirándose  un pedo mien-
      tras  interpreta El lago de los cisnes,  un  error  tan  garrafal que ro-
      zaba  lo ridículo.  El profesor  Harold  Noonan,  o bien  no  lle-
      vaba  tiempo  suficiente  en  su  torre  de marfil,  o  bien  estaba
      buscando  de forma inconsciente  que alguien le firmara  su  car-
      ta de despido.
           Aunque el final tenía más de John Carpenter que de John
      Updike,  Carroll  no  había  leído  nada parecido  en  ninguna re-
      copilación  de cuentos  de terror,  desde  luego no  últimamente.
      Sus veinticinco  páginas  eran  un  relato  totalmente  naturalista
      de la peripecia  de una  mujer que  se  ve  destruida  poco  a po-
      co  por el sentimiento  de culpa propio del superviviente.  Ha-
      blaba  de relaciones  familiares  tormentosas,  de trabajos  ba-
      sura,  de la lucha  por  salir  a  flote  económicamente.  Hacía
      mucho  tiempo que Carroll  no  se  encontraba  con  el pan nues-
      tro  de cada día en  un  relato  de este  tipo, ya que la mayor  par-
      te  de la literatura  de terror  no  trataba  más  que  de carne  cru-
      da y sanguinolenta.
           Se encontró  caminando  de un  lado a otro  de su  despacho,
      demasiado  nervioso  para  sentarse,  con  el cuento  de «Button-
      boy» abierto  en una  mano.  Vio su  reflejo en  el cristal de la ven-
      tana  detrás  del sofá y su  sonrisa  se le antojó casi indecente,  co-
      mo  si acabara  de escuchar  un  chiste  particularmente  grosero.




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