Page 26 - Extraña simiente
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III
El gamo llevaba ocho años viviendo de la vegetación que poblaba los
bosques y los campos. Era uno de los perseguidos, pero el hombre había
destruido a sus perseguidores —el gato montés y el lobo— o bien los había
empujado cada vez más al Norte, hacia Canadá. Por lo tanto, la vida del
gamo, comparada con la de muchos de los otros animales salvajes, había sido
tranquila. No tenía consciencia de la muerte ni de su inevitabilidad. Había
visto hombres, aunque de lejos, y se preguntaba con recelo qué tipo de
animales serían. Pero ningún ojo humano se había posado sobre él.
El gamo mordisqueaba satisfecho un espeso zarzal. Mientras comía,
escuchaba distraído los leves ruidos que surgían a su alrededor; allí, el rumor
de un mapache correteando por la hierba para ir a bañarse al torrente unos
metros más abajo; allá, el repiqueteo del pico de un pájaro carpintero contra el
tronco de un sicomoro gigante, casi en los lindes del bosque; de allá arriba,
los graznidos interminables de un gavilán, y de todas partes, el sonido de un
millar de insectos.
Los sonidos se mezclaban. Eran los sonidos matinales a los que el gamo
estaba acostumbrado. No contenían ninguna amenaza.
El gamo dejó de comer. Se puso a escuchar los nuevos sonidos, el cuerpo
tenso y listo para la huida; eran los sonidos que producía algo pesado y no tan
grácil como él acercándose a sus espaldas desde el torrente. Sólo se
escuchaba, además de esto, los graznidos del gavilán, nada más. El resto de
los animales se había callado. Las hojas del zarzal temblaron levemente en la
brisa, tapando los tenues sonidos que producía eso que estaba allí atrás.
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