Page 31 - Extraña simiente
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Todo empezaba a adquirir mejor aspecto, pensó Rachel. Se recostó contra

               el  marco  de  la  puerta  del  salón  y  cruzó  los  brazos.  No  había  necesitado
               muchas  cosas  para  mejorarlo:  unos  cuantos  muebles  como  una  silla  de
               mimbre pintada de blanco —suya—, una silla tapizada de rojo —de Paul—;
               una  mesa  de  madera  de  cerezo,  un  viejo  escritorio  de  tapa  corrediza,  una

               alfombra de colores brillantes y, sobre todo, el firme propósito de borrar todo
               el destrozo hecho a la casa. Eso no era mucho. Con el tiempo podía llegar a
               ser una casita preciosa; algún día, incluso, podría llamarla hogar.
                    Rachel sintió cosquillas en el tobillo. Miró y dijo:

                    —¡Hola, gato!
                    Tendría  que  encontrar  un  nombre  para  el  animal,  no  podía  seguir
               llamándolo «gato», aunque a Paul le parecía que con eso bastaba.
                    —No  es  ningún  miembro  de  la  familia,  no  es  más  que  un  gato  y  tiene

               fama de ser un gran cazador de ratones. Y bien sabe Dios la falta que nos hace
               en esta casa —dijo Paul.
                    Ella  acarició  al  gato,  que  reaccionó  empujando  su  enorme  cabeza  gris
               contra su mano.

                    —No me importa lo que diga Paul —le dijo mimosa—. Vas a tener un
               nombre como todo el mundo.



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                    ¡Risas! Hacía mucho tiempo que Henry Lumas no había oído risas en esa
               casa. Los Schmidts eran demasiado siniestros e introvertidos para reírse, lo
               que podía explicar su mala fortuna. Le daban demasiada importancia a lo que
               les irritaba, no se habían reído ni bromeado lo suficiente, no habían estado a

               gusto. Sam Griffin, en cambio, sí sabía disfrutar y reírse. Él también había
               tenido sus problemas, incluso más que los otros hombres, pero hasta el día de
               su muerte había estado en paz consigo mismo. Y eso era tan importante como

               recibir  el  sol  necesario,  la  lluvia,  inviernos  suaves,  o  tener  hijos  fuertes  y
               hermosos. De hecho, era mucho más importante.
                    Lumas observó cómo Paul clavaba torpemente una tabla en su sitio, daba
               un paso atrás y evaluaba su trabajo.
                    —¡Mierda! —murmuró Paul.

                    La tabla estaba ligeramente torcida. Arrancó uno de los clavos, ajustó la
               posición de la tabla, volvió a fijarla y retrocedió de nuevo.
                    —Así está mejor —pensó en voz alta.

                    —¿Quiere que le eche una mano, joven? —le gritó Lumas.



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