Page 31 - Extraña simiente
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Todo empezaba a adquirir mejor aspecto, pensó Rachel. Se recostó contra
el marco de la puerta del salón y cruzó los brazos. No había necesitado
muchas cosas para mejorarlo: unos cuantos muebles como una silla de
mimbre pintada de blanco —suya—, una silla tapizada de rojo —de Paul—;
una mesa de madera de cerezo, un viejo escritorio de tapa corrediza, una
alfombra de colores brillantes y, sobre todo, el firme propósito de borrar todo
el destrozo hecho a la casa. Eso no era mucho. Con el tiempo podía llegar a
ser una casita preciosa; algún día, incluso, podría llamarla hogar.
Rachel sintió cosquillas en el tobillo. Miró y dijo:
—¡Hola, gato!
Tendría que encontrar un nombre para el animal, no podía seguir
llamándolo «gato», aunque a Paul le parecía que con eso bastaba.
—No es ningún miembro de la familia, no es más que un gato y tiene
fama de ser un gran cazador de ratones. Y bien sabe Dios la falta que nos hace
en esta casa —dijo Paul.
Ella acarició al gato, que reaccionó empujando su enorme cabeza gris
contra su mano.
—No me importa lo que diga Paul —le dijo mimosa—. Vas a tener un
nombre como todo el mundo.
* * *
¡Risas! Hacía mucho tiempo que Henry Lumas no había oído risas en esa
casa. Los Schmidts eran demasiado siniestros e introvertidos para reírse, lo
que podía explicar su mala fortuna. Le daban demasiada importancia a lo que
les irritaba, no se habían reído ni bromeado lo suficiente, no habían estado a
gusto. Sam Griffin, en cambio, sí sabía disfrutar y reírse. Él también había
tenido sus problemas, incluso más que los otros hombres, pero hasta el día de
su muerte había estado en paz consigo mismo. Y eso era tan importante como
recibir el sol necesario, la lluvia, inviernos suaves, o tener hijos fuertes y
hermosos. De hecho, era mucho más importante.
Lumas observó cómo Paul clavaba torpemente una tabla en su sitio, daba
un paso atrás y evaluaba su trabajo.
—¡Mierda! —murmuró Paul.
La tabla estaba ligeramente torcida. Arrancó uno de los clavos, ajustó la
posición de la tabla, volvió a fijarla y retrocedió de nuevo.
—Así está mejor —pensó en voz alta.
—¿Quiere que le eche una mano, joven? —le gritó Lumas.
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