Page 32 - Extraña simiente
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                    El conejo no sabía nada de la muerte. Existía desde siempre y seguiría
               viviendo  para  siempre.  Aún  así,  había  depredadores:  el  zorro,  el  búho,  el
               halcón de cola roja, y todos los demás.
                    Por instinto el conejo sabía que su carne serviría para satisfacer el hambre

               de sus enemigos, pero no que tuviera que morir. Por eso, cuando le rompían el
               cuello y sus pulmones se negaban a funcionar, se deslizaba en la muerte sin la
               angustia que su asesino podría sentir; no revivía ni afectos ni recuerdos. Abría
               los  ojos  aún  más,  su  hocico  palpitante  dejaba  de  palpitar,  tensaba  los

               músculos como si se dispusiera a utilizarlos y moría.
                    Más tarde sería transportado, cogido por las orejas para servir de alimento.
               Su asesino no se alegraba ni se entristecía tras el acto. Sólo el hambre y las
               ansias  de  carne  le  habían  llevado  a  realizarlo.  El  conejo  no  había  sido  lo

               suficientemente cauto.









































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