Page 36 - Extraña simiente
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—¡Hola! —gritó de pronto.

                    El  eco  le  devolvió  el  sonido  repetidamente  durante  unos  segundos  y  el
               portentoso e inquietante silencio se instaló de nuevo en el bosque.
                    Se  dio  cuenta  de  golpe  que  estaba  asustado,  que  desde  que  había
               encontrado  el  gamo  destrozado  con  Lumas  estaba  asustado  y  que  su

               comportamiento desenvuelto con Rachel no había sido más que teatro. ¿Qué
               sabía él de lobos y de cómo cazarlos? ¿Y por qué habría de saberlo? Y si no
               sabía nada, ¿qué demonios estaba haciendo aquí? No tenía respuesta para esta
               pregunta.



                                                          * * *



                    Hacía ya un par de semanas que Rachel había decidido que Lumas era una

               de esas personas con quien resulta fácil estar, que no permite nunca que se
               creen  baches  en  la  conversación;  tenía  un  rostro  tremendamente  expresivo,
               casi  tanto  como  su  conversación.  De  hecho,  muchas  veces  se  sentía  más
               intrigada  por  él,  por  el  hombre,  por  el  personaje,  que  por  sus  palabras.
               Esperaba que no se hubiera dado cuenta.

                    Echó una ojeada al reloj; eran las cuatro. Paul estaría de vuelta en una
               hora  y  esperaría  tener  la  cena  preparada.  En  seguida  tendría  que  pedirle  a
               Lumas que le disculpara, pero que tenía que marcharse. La tarea de encender

               el fogón de madera no era nada fácil. Con suerte, pronto podrían sustituir el
               fogón  por  una  cocina  más  moderna.  Es  decir,  en  el  caso  de  que  el
               experimento —así definía Paul la aventura de esta casa— no fuera un fracaso.
               Para ella, todavía no se podía juzgar; era todavía demasiado pronto…
                    Lumas alzó un poco la voz e interrumpió su ensimismamiento.

                    —Así que, señora Griffin…
                    —Rachel —le interrumpió sonriendo—; por favor, llámeme Rachel.
                    Se preguntó por qué no se lo había pedido antes. Quizás, razonó, estaba

               demasiado enamorada del nombre, «Señora Graffin», le encantaba su sonido,
               le hacía sentirse bien.
                    —Rachel… —siguió Lumas.
                    Hizo  una  breve  pausa,  como  si  saboreara  el  nombre.  Sonrió,
               iluminándosele  la  cara  y  casi  inmediatamente  frunció  el  ceño.  Era  casi  la

               caricatura de un gesto malhumorado.
                    —Por eso digo que no se puede vivir en Nueva York, ni siquiera la gente
               que está allí y que dice que disfruta. Se engañan a sí mismos.

                    Se calló esperando una respuesta.



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