Page 39 - Extraña simiente
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Paul caminó unos doce pasos hacia el sur. Ante él se extendía un claro del
bosque cubierto de malas hierbas apestosas; las enormes y afiladas hojas
verdes, surcadas de venas pálidas, casi luminosas, se desparramaban
oblicuamente, en forma de abanico, desde el centro de cada planta,
impidiendo que nada creciera bajo ellas. Donde no crecía esta planta sólo
había tierra húmeda y negra.
Al cabo de un minuto, se dirigió al borde sur del claro y desembocó en
otro claro. Aquí la erosión de años y años de viento y lluvia había formado
una pendiente yerma y abrupta. En la base, la tierra estaba inundada; unos
cuantos árboles aislados que sobresalían del agua poco profunda cubierta de
algas y unas aneas desperdigadas daban al lugar todo el aspecto de una
ciénaga. Que es en lo que terminaría convirtiéndose, como bien sabía Paul.
Frunció el ceño. ¡Cómo expresaba este lugar el abandono, la soledad y la
melancolía! ¡Qué distinto era de todo lo que había conocido en los últimos
veinte años!
Giró súbitamente y volvió sobre sus pasos hasta que distinguió de nuevo
el arco de vegetación: formaba una pequeña mancha brillante de luz blanca
contra el fondo gris.
Se volvió y echó a caminar hacia el norte. Finalmente llegó hasta un
bosquecillo de acacias. Algunos árboles habían sido presa del tiempo y del
hombre, pero, en general, el bosquecillo parecía desarrollarse bien. Paul
sonrió espontáneamente como si asistiera al nacimiento de un niño o a la boda
mil veces aplazada de una pareja de enamorados.
Con cuidado de no pincharse con las enormes espinas, se sentó en el
tronco de uno de los árboles caídos.
Al cabo de un rato, se dio cuenta de que los sonidos que le habían
parecido ser de pájaros y de animales pequeños eran en realidad el sonido del
viento rozando contra los árboles, de las hojas vibrando una y otra vez; los
lamentos desmayados que los grandes árboles lanzaban al crujir movidos por
el viento y los que exhalaban al volver a la inmovilidad; el ligero entrechocar
de las ramas superiores de los árboles más pequeños; el lejano y pausado
arrullar del viento que, como una bandada de palomas, se mantenía en una
única y larga nota.
Más que sentir, intuyó el dudoso y quedo movimiento que surgió al fondo
del bosquecillo de acacias. Levantó la mirada y vio que el viento revolvía un
torbellino de ramas muertas.
Se incorporó y avanzó unos cuantos pasos a lo largo del tronco. Aquí, más
que en ningún otro lugar del bosque, abundaban las zarzas. En las ramas del
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