Page 35 - Extraña simiente
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nostálgica y extrañamente reconfortante. En ese momento vio a dos siluetas
ascendiendo por la cuesta y se acordó. Eran su padre y él hacía veinte años.
La imagen se esfumó. Paul sonrió. Asiendo el hacha con fuerza, pasó bajo
el arco vegetal y se adentró en el bosque.
Por todas partes, pequeñas flores blancas de tres pétalos habían perforado
la capa parda de hojas y agujas de pino. Pero eran tan incapaces de aliviar el
aura dura y casi palpable de melancolía que lo envolvía todo como los débiles
rayos de sol que caían hasta el suelo atravesando los grandes espacios que
habían dejado los árboles cortados.
Paul observó la clara evidencia de la presencia del hombre. A pesar de
que el bosque tuviera cientos y cientos de años y que muchos de sus árboles
estuvieran carcomidos por el tiempo, los insectos y las enfermedades, el
hombre había conseguido penetrar en él y, tras seleccionar, llevarse
únicamente los mejores ejemplares. El hombre no había conseguido diezmar
el bosque, la tala cuidadosa que había realizado sólo lo había despoblado en
parte; sin embargo, las cepas devoradas por los insectos y los anémicos rayos
de sol que conseguían penetrar eran implacables testigos de muerte.
Nuevos brotes de vegetación habían aparecido por distintos lugares:
jóvenes tallos de cicuta, que en esta fresca penumbra podía proliferar, picea,
nacimientos de yedra, cuscuta trepadora, líquenes… Pero no bastaba. Hace
veinte años, el bosque parecía tan vasto, tan eterno, tan incorruptible. Y ahora
había entrado en el increíblemente lento, pero inexorable proceso de
descomposición.
Paul se quedó contemplando las hayas tratando de liberarse de la
sensación de tristeza que se había apoderado de él. Volvió la cabeza hacia
atrás y vio que había dejado un rastro irregular a su paso por la capa húmeda
de hojas y de agujas de pino. Había cruzado otras pistas cubiertas de huellas
de urogallos, ardillas y ciervos, pero todas eran más estrechas, más
ocasionales. No había ningún peligro de perderse en el regreso.
Recordó de pronto que existía un claro en el bosque cubierto de arbustos
pequeños, de acceso más fácil. No le apetecía nada talar y despojar uno de los
gigantescos pinos blancos por varias razones. Lumas le había dicho, y Lumas
entendía de estas cosas, que aunque el bosque contuviera miles y miles de
estos árboles, también era uno de los pocos bosques que quedaban en el país.
También le había dicho que igual le servirían un arce o un abedul o un roble.
O por lo menos le servirían para justificarse ante Rachel a quien le había
dicho: «Cuanta más leña tengamos, mejor, cariño». Él sabía que había sido
una mentira muy transparente.
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