Page 43 - Extraña simiente
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VII






                    Paul no podía dar crédito a lo que Lumas le estaba contando.
                    —No es que no tuvieran dinero, Paul; seguro que tenían. Pero, como te he
               dicho antes, ellos querían que se hiciera así.
                    Paul  se  inclinó  y  pasó  un  dedo  distraído  sobre  las  pequeñas  cruces  de

               madera burdamente tallada. «Margaret — 1970».
                    —Margaret,  mil  novecientos  setenta  —murmuró—.  Joseph,  mil
               novecientos setenta y uno —levantó los ojos hacia Lumas—. ¿Por qué? —
               preguntó—. ¿Ni siquiera grabaron las fechas de nacimiento? ¿Ni el apellido?

               ¿Qué tipo de gente eran los Schmidts?
                    —La verdad es que no lo sé, Paul. Vivieron aquí seis, no, siete años, pero
               nunca  llegamos  a  acercarnos.  Me  dejaron  echarles  una  mano  de  vez  en
               cuando, pero lo que es jugar a las cartas o charlar delante de la chimenea,

               hablando de cualquier cosa, nunca ocurrió. No eran muy habladores, ¿sabes?
               Para ellos, la vida era trabajar y dormir. Además, eran muy religiosos…, no
               tengo nada en contra, pero no va conmigo —señaló las cruces con el dedo—.
               Por ejemplo, ¿sabes de qué madera están hechas?

                    —De algún frutal, supongo.
                    —No. Son de cornejo. Puedo enseñarte el árbol de donde la cortaron.
                    Indicó un lugar del bosque con un gesto de la cabeza. Paul se enderezó.
                    —No lo entiendo. ¿Qué significado tiene?

                    —No sé lo que significa. Pero sí te puedo decir que es la misma madera
               con  la  que  hicieron  la  cruz  donde  Cristo  fue  crucificado.  Lo  leí  en  alguna
               parte. Y te puedo contar otra cosa más, Paul… Estos niños fueron enterrados
               en una sábana y nada más… Sin ataúd, sin nada. Envueltos en una sábana,

               con una cruz de esas que lleva la gente colgando del cuello.
                    —¿Un crucifijo? —sugirió Paul.
                    —Eso  es,  un  crucifijo.  Les  pusieron  uno  en  cada  mano  y  luego  los
               envolvieron en una sábana de los pies a la cabeza y así los enterraron. ¿No

               crees que es una manera bastante horrible de despedirte de tus propios hijos?





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