Page 48 - Extraña simiente
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VIII






                    Diez  millones  de  muertes  acontecieron  este  día.  Pasaron  desapercibidas
               salvo  para  los  asesinos  y  las  víctimas.  El  bosque  sobrevivía  gracias  a  la
               muerte; los muertos daban alimentos a los vivos, a sus hijos y a sus nietos.
                    Al borde  del  bosque,  un  par  de  escarabajos  enterradores  habían  cavado

               con gran esfuerzo un agujero bajo el cadáver de un joven verdezuelo. Más
               temprano,  un  cuervo  en  busca  de  alimentos  para  sus  crías  había  echado  al
               verdezuelo de su nido, lo había atravesado con el pico y lo había perdido en el
               vuelo.  Ahora,  los  escarabajos  enterradores  trabajaban  laboriosamente  para

               cubrir  el  cadáver  de  tierra.  Trabajaban  frenéticamente  quizás  porque  eran
               conscientes de que si permanecía mucho tiempo visible, corrían el peligro de
               que un mapache, una nutria o un zorro pudieran llevárselo.
                    Encaramado en la rama baja de un viejo pino vaciado por los insectos, un

               búho observaba a los escarabajos. El hambre que le azuzaba casi de continuo
               había sido satisfecha. Colgando de su nuca, asida por los dientes, llevaba la
               cabeza de un visón descomponiéndose a gran velocidad. El resto de su cuerpo
               yacía en algún lugar del bosque. El búho se había saciado con su carne tras

               conseguir separar el cuerpo de la cabeza; pero las mandíbulas del visón eran
               todavía fuertes y sus dientes afilados.
                    Con el tiempo, la cabeza se le desprendería sola.
                    Un  cebrión  se  sostenía  al  pétalo  de  un  tulipán  salvaje  utilizando  sus

               poderosas patas traseras y esperaba pacientemente a que se instalara una abeja
               en  la  flor  y  comenzara  su  labor  de  polinización.  Aunque  el  cebrión  sólo
               tuviera  una  cuarta  parte  del  tamaño  de  la  abeja,  la  atacó,  colocándose
               rápidamente  en  la  posición  adecuada,  le  clavó  el  aguijón  entre  los  ojos  y

               empezó a engullirla. La abeja murió cinco minutos más tarde.
                    Los enemigos de la liebre de patas blancas eran numerosos. Además de la
               lechuza, del visón, del zorro y la comadreja, tenía que defenderse también del
               halcón de cola roja. En el bosque habitaban seis halcones y siempre había uno

               sobrevolando en círculo las copas de los árboles. La liebre no se percató de





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