Page 51 - Extraña simiente
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Se irguió y apretó los labios. De repente, se preguntó en qué estúpido juego se
estaba metiendo. Lo que resultaba claro es que había estado merodeando
alrededor de la casa y tenía que avisar a Paul inmediatamente.
Le pareció importante poder contarle a Paul la ruta que había seguido el
intruso. Se puso a estudiar el rastro de pisadas; dio media vuelta y empezó a
caminar por el sendero que bordeaba el extremo norte de los campos. Se paró
y miró extrañada la puerta del sótano. ¿Le estaban engañando sus ojos? ¿Era
posible que las huellas acabaran aquí, delante de la puerta? Eso significaría
que el intruso había entrado en el sótano, pero eso era imposible. La puerta
estaba cerrada y sólo era posible abrir el pestillo desde fuera. Una vez dentro
del sótano sólo había dos posibilidades, o dejar la puerta abierta o quedarse
encerrado dentro. Y —lo que era más importante— para abrir siquiera un
poco la puerta bien encajada y poder escurrirse dentro de la bodega, se
necesitaba mucha fuerza y se hacía mucho ruido. Si alguien hubiera abierto la
puerta, Rachel sabía que habría oído el chirrido metálico de los goznes y su
roce contra el marco. No, el intruso se había limitado a acercarse a la puerta,
había intentado abrirla —sin éxito— y se había marchado siguiendo la pared
norte de la casa. Allí sus pies no dejarían ninguna huella sobre la tierra.
Súbitamente, volvió la cabeza y ahuecando las manos alrededor de la
boca, gritó:
—¡Paul! ¡Paul! —repitió sintiendo un nudo en la garganta.
Sorprendida y aliviada, vio que Paul miraba en su dirección. Unos
instantes más tarde, había cruzado los campos y bajaba el sinuoso sendero que
llegaba hasta la casa.
Paul pegó el oído a la puerta del sótano. Justo detrás de él, Rachel le dijo:
—Nadie puede haber entrado ahí, Paul. Lo hubiera oído.
—¡Cállate! —le siseó Paul.
La impaciencia con la que habló tomó a Rachel por sorpresa. Dio un paso
hacia atrás.
—No puede haber nadie ahí dentro —protestó.
Paul se enderezó, agarró con fuerza el picaporte de madera con la mano
derecha y soltó el pestillo con la izquierda. Probó a tirar del picaporte.
—¡Dios! —murmuró—, harían falta dos personas para abrir esta maldita
puerta. La madera es vieja y la lluvia debe haberla hinchado.
Volvió la cabeza hacia Rachel y le preguntó, preocupado:
—¿Has visto a Hank por aquí?
—No, no le he visto —contestó Rachel negando con la cabeza—. ¿Pero
qué importa? No hay nadie ahí…
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