Page 45 - Extraña simiente
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—Sí,  claro.  Aunque  me  cuesta  creer  que  nadie  pueda  reaccionar  así  en

               esas circunstancias; no puedo olvidar las horribles cruces de madera… Y que
               a los niños los enterraran envueltos en una simple sábana, sin ataúd.
                    —Eso es repugnante, Paul —dijo Rachel haciendo una mueca de asco.
                    Paul asintió sombríamente. Al cabo de un momento de silencio, Rachel

               prosiguió:
                    —¿Y el niño? ¿De qué murió él?
                    —Nadie  lo  sabe.  Llamaron  al  doctor  no  sé  cuántos,  ya  sabes,  el  de  la
               ciudad, pero les dijo que tenían que llamar a un especialista y entre tanto el

               niño se murió.
                    —¿Joseph?
                    —Ese es el nombre que habían grabado en la cruz. Pero Hank dice que
               nunca  oyó  a  los  Schmidts  llamarle  por  ese  nombre  ni  a  la  niña  llamarla

               Margaret. De hecho, lo único que recuerda de la relación que los Schmidts
               tuvieron  con  los  niños  es  que  era  muy  tranquila.  Apenas  intercambiaban
               alguna palabra. Pero creo que no debemos tomarle al pie de la letra. Hank
               reconoce que no tenía mucha relación con ellos. Aunque él no lo explica así,

               claro…
                    —Hank es bastante especial, ¿no te parece? —dijo Rachel, sonriendo.
                    —Sí, es casi un estereotipo del viejo ermitaño comido por el tiempo.
                    —Desde luego, pero me gusta —concluyó Rachel sonriendo.



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                    El  último  día,  el  día  que  la  señora  Schmidt  se  tiró  por  la  ventana  del
               segundo  piso,  seguida  inmediatamente  por  su  marido,  ese  día,  estas  dos

               muertes  insignificantes  confirmaron  a  Lumas  lo  que  él  había  mantenido
               durante tanto tiempo: algunas personas aprenden a aceptar lo que aquí ocurre
               y otras no. Algunas no pueden deshacerse de la influencia de las ciudades.

               Algunas creen que sólo el hombre y sus ciudades son capaces de crear. Y si se
               les  dijera  que  lo  que  crea  el  hombre  es  algo  vacío  y  superficial
               comparativamente, no entenderían. Dirían: «¿Qué quieres decir? Explícanos».
               Y no habría manera de que lo entendieran. Uno podría pasar horas hablando
               sin que comprendieran nada; o si intuyeran algo, no lo creerían. A lo mejor se

               echarían  a  reír  con  esa  risa  que  implica:  «¿No  somos,  al  fin  y  al  cabo,
               superiores?». Y si consiguiera abrirles los ojos, entonces dejarían de reírse.
               Quizás  terminarían  haciendo  lo  mismo  que  los  Schmidts.  Entonces  no






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