Page 62 - Extraña simiente
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—Bien, si tú no estás dispuesto a hacer nada, lo haré yo.

                    Cuando vio que se iba a levantar, Paul la detuvo, poniéndole una mano
               sobre el brazo.
                    —No  —dijo  Paul  impaciente—.  No  lo  comprendo.  Tampoco  veo  qué
               demonios  pinta  Lumas  en  esto.  No  es  asunto  suyo,  y  si  lo  fuera,  tampoco

               saldría ahora a pasear por ese maldito bosque en busca suya. En media hora se
               habrá hecho de noche.
                    Rachel se puso enérgicamente de pie y se paró delante de la puerta trasera.
                    —Entonces te tendrás que dar más prisa, Paul.

                    Tiró del picaporte, la puerta se abrió dos centímetros. La cerró, soltó la
               correa que la sujetaba y la abrió del todo.
                    —Hablo en serio, Paul.
                    Paul se quedó súbitamente atónito.

                    —¡Dios mío! —murmuró—. ¡Qué estúpido he sido!
                    Acababa de darse cuenta. La puerta de Lumas estaba cerrada por dentro;
               sólo había conseguido entreabrirla a fuerza de golpear.
                    —¡Alcánzame las botas! —ordenó gritando—. ¡Rápido!

                    Rachel, sorprendida por el brusco cambio de humor, hizo lo que le pedía.
                    —No tengo tiempo de explicarte nada, querida —dijo Paul.
                    Se  calzó  las  botas,  se  enderezó  y  descolgó  el  abrigo  del  perchero  que
               estaba al lado de la mesa.

                    —Vigila al niño. No sé cuándo volveré.
                    Abrió la puerta de par en par y bajó las escaleras de tres en tres.



                                                          * * *



                    Henry Lumas sonrió. Estaba ocurriendo, incluso más deprisa que cuando
               los Schmidts vivían en la casa. Ahora ya sólo faltaban días, no semanas. El
               sábado  o  el  domingo,  como  muy  tarde,  la  tierra  dejaría  en  libertad  lo  que

               llevaba guardando celosamente desde hacía cinco años. En los pocos días que
               le  quedaban,  quizás  tuviera  tiempo  de  preparar  a  los  Griffins  para  lo
               inevitable,  de  cambiar  su  modo  de  pensar,  de  mostrarles  que  la  creación
               significaba algo más que los coches, las ciudades y los hilos telegráficos. Él
               sabía que antes de que lo entendieran completamente, él habría muerto; trató

               durante meses de hacérselo entender a los Schmidts, pero al final no funcionó.
               Sus miedos habían sido demasiado fuertes y sus ideas acerca de lo que debe
               ser y lo que puede ser más grandes que su capacidad de aceptar lo que es.






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