Page 58 - Extraña simiente
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de seguridad.

                    Pero todavía no podía contar con nadie. Tardaría un mes, quizás menos.
               Pero no antes. Los Griffins, especialmente Paul, no ayudarían nada. Lo único
               que podrían ofrecerle sería mucha comprensión y eternas súplicas para que
               fuera al médico de la ciudad, lo que le resultaría insoportable.

                    Se dejó caer pesadamente encima de la cama, la mano crispada sobre el
               estómago. Soltó una blasfemia. ¿Cuánto tiempo faltaría para que sus miedos
               —que nunca desaparecían completamente— empezaran a roerle? ¿Una hora?
               ¿Un  día?  ¿O  esperarían  a  que  llegaran  sus  últimos  minutos,  o  segundos,  y

               entonces se lanzarían a atormentarle?
                    Luchando  contra  lo  que  su  cuerpo  le  pedía,  se  puso  de  pie  y  caminó,
               vacilante, hasta la puerta. Vio que estaba parcialmente abierta; Paul la había
               aporreado. Soltó la tira de cuero que servía de cerradura y tiró de la puerta

               hasta  abrirla.  Más  allá  de  la  cuesta,  cerca  del  bosquecillo  de  acacias,  allí
               donde encontró a Paul —recordó Lumas—, estaba el consuelo y el alivio que
               cualquier ser humano pueda dar. Y lo necesitaba.






















































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