Page 57 - Extraña simiente
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Paul vio de repente cuán ilógica era la expresión de Rachel. Ya le había
visto poner esa cara antes; era la misma que puso cuando descubrieron lo que
le habían hecho a la casa y cuando le contó cómo fueron enterrados Margaret
y Joseph Schmidt. «Es asqueroso, Paul», le había dicho; y su cara expresaba
el asco que sentía, exactamente como ahora. Pero ahora era mayor. Ahora no
era sólo asco lo que sentía. Estaba a punto de vomitar, ahí, tiesa, mientras
señalaba no a un niño pequeño, desnudo, de piel oscura y terriblemente
asustado, sino a algo tan grotesco, que las palabras para describirlo se le
agolpaban en la garganta y no llegaron a salir. Durante un horrendo instante,
Paul pensó que tendría que proteger al niño.
Recorrió los últimos metros que le separaban de él, haciendo un ruido
sordo con sus botas sobre el suelo de roble; se inclinó y pasó las manos bajo
los brazos del niño. Un escalofrío recorrió el cuerpo del niño, como si de
repente le hubiera entrado un frío tremendo. Paul se enderezó bruscamente.
—¡Deja de hacer eso! —le ordenó.
Volvió a inclinarse, y viendo que el niño no iba a desenroscarse de su
posición fetal, le pasó una mano bajo las nalgas, con la otra le rodeó las
rodillas y lo levantó. El niño volvió a temblar, tan violentamente como antes,
pero no cambió de postura.
—No pesa más que una pluma —dijo Paul.
Lo llevó hasta el cuarto de estar y lo tumbó en el sofá.
* * *
Henry Lumas sabía lo que le estaba pasando y no le hacía ninguna gracia.
Hubiera aceptado muy gustoso otros veinte años más de vida. Pero nadie se
los había ofrecido. Y como en sus setenta y dos años de vida había habido
más bueno que malo, pues no podía quejarse. Unos cuantos días de dolores —
se acordó de que un año antes podía ignorarlos; pero eso requería una energía
que ya no tenía— y nada más. Todo sería mucho más fácil, pensó, si no
sintiera este dolor.
Miró todo lo tiernamente que el dolor le permitía hacia la foto descolorida
que tenía sobre la burda mesa de roble que había al lado de la cama. También
sería mucho más fácil si ella viviera y le pudiera ayudar a sobrellevarlo, como
lo hizo él con ella tantos años atrás. De la misma manera que él hizo que su
muerte fuera mucho más dulce de lo que de otro modo hubiera sido.
Sam Griffin también le podría haber ayudado. ¡Dios!… ¿Por qué no fue
más lenta la muerte de ese hombre? Hubiera habido un poco más de consuelo,
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