Page 57 - Extraña simiente
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Paul vio de repente cuán ilógica era la expresión de Rachel. Ya le había

               visto poner esa cara antes; era la misma que puso cuando descubrieron lo que
               le habían hecho a la casa y cuando le contó cómo fueron enterrados Margaret
               y Joseph Schmidt. «Es asqueroso, Paul», le había dicho; y su cara expresaba
               el asco que sentía, exactamente como ahora. Pero ahora era mayor. Ahora no

               era sólo asco lo  que sentía. Estaba  a punto de  vomitar, ahí, tiesa,  mientras
               señalaba  no  a  un  niño  pequeño,  desnudo,  de  piel  oscura  y  terriblemente
               asustado,  sino  a  algo  tan  grotesco,  que  las  palabras  para  describirlo  se  le
               agolpaban en la garganta y no llegaron a salir. Durante un horrendo instante,

               Paul pensó que tendría que proteger al niño.
                    Recorrió  los  últimos  metros  que  le  separaban  de  él,  haciendo  un  ruido
               sordo con sus botas sobre el suelo de roble; se inclinó y pasó las manos bajo
               los  brazos  del  niño.  Un  escalofrío  recorrió  el  cuerpo  del  niño,  como  si  de

               repente le hubiera entrado un frío tremendo. Paul se enderezó bruscamente.
                    —¡Deja de hacer eso! —le ordenó.
                    Volvió  a  inclinarse,  y  viendo  que  el  niño  no  iba  a  desenroscarse  de  su
               posición  fetal,  le  pasó  una  mano  bajo  las  nalgas,  con  la  otra  le  rodeó  las

               rodillas y lo levantó. El niño volvió a temblar, tan violentamente como antes,
               pero no cambió de postura.
                    —No pesa más que una pluma —dijo Paul.
                    Lo llevó hasta el cuarto de estar y lo tumbó en el sofá.



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                    Henry Lumas sabía lo que le estaba pasando y no le hacía ninguna gracia.
               Hubiera aceptado muy gustoso otros veinte años más de vida. Pero nadie se

               los había ofrecido. Y como en sus setenta y dos años de vida había habido
               más bueno que malo, pues no podía quejarse. Unos cuantos días de dolores —
               se acordó de que un año antes podía ignorarlos; pero eso requería una energía

               que  ya  no  tenía—  y  nada  más.  Todo  sería  mucho  más  fácil,  pensó,  si  no
               sintiera este dolor.
                    Miró todo lo tiernamente que el dolor le permitía hacia la foto descolorida
               que tenía sobre la burda mesa de roble que había al lado de la cama. También
               sería mucho más fácil si ella viviera y le pudiera ayudar a sobrellevarlo, como

               lo hizo él con ella tantos años atrás. De la misma manera que él hizo que su
               muerte fuera mucho más dulce de lo que de otro modo hubiera sido.
                    Sam Griffin también le podría haber ayudado. ¡Dios!… ¿Por qué no fue

               más lenta la muerte de ese hombre? Hubiera habido un poco más de consuelo,



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