Page 65 - Extraña simiente
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—¡Mierda! —murmuró con los dientes apretados, más por frustración que

               por enfado.
                    Se levantó de la silla de mimbre, y fue a la cocina, a la puerta trasera. La
               entornó y miró hacia la oscuridad suave y casi líquida que se extendía más
               allá. En el horizonte, la noche era más densa y más dura; allí era donde estaba

               Paul, en medio de esa oscuridad. Había saltado hacia ella desde el refugio de
               la casa. ¿Por qué? ¿Le pasaría algo a Lumas? Estaba claro que Paul sabía algo
               que no le había contado, que no había tenido tiempo de contarle, más bien.
               Porque esta era la primera vez que Paul salía de casa después de ponerse el

               sol desde que con Lumas encontrara el gamo devorado. Debía ser eso, que
               Henry  Lumas  estaba  enfermo  y  necesitaba  la  ayuda  de  Paul.  Y  Paul,
               ignorando  el  peligro  que  él  mismo  corría,  había  salido  a  ofrecérsela.  Paul
               debe querer mucho al viejo, pensó. Quizá sus relatos de la vida en solitario en

               estos bosques y su intenso odio a «la civilización» le recordaban a su padre,
               aunque no por el aspecto físico. Por la descripción que le había hecho Paul de
               su padre, no se parecían en absoluto. Pero en realidad esas cosas importaban
               bien poco. Para conocer a una persona de verdad, hay que leer más allá de los

               ojos  y  de  la  estructura  de  la  cara.  Exactamente  como  le  había  ocurrido  al
               encontrarse con el niño. Se detuvo en este pensamiento. La primera vez que le
               vio,  no  se  fijó  casi  nada  en  su  conformación  física.  Se  dio  cuenta  de  que
               percibió su presencia antes de verlo. Y en ese momento fue cuando sintió,

               aunque muy brevemente, que lo conocía perfectamente. Más tarde, cuando le
               iluminaba la luz amarilla, la grotesca perfección, la simetría inhumana de su
               cara  fue  lo  que  le  hizo  salir  corriendo.  Era  la  dura  constatación  de  lo  que
               momentos antes solamente había presentido.

                    Cerró la puerta, deambuló por el cuarto de estar y se quedó al lado del
               sofá, la mirada fija en el niño. Supuso que estaría durmiendo. Sus grandes y
               ovalados ojos azul claro estaban cerrados, su torso bien formado —igual que
               el de un hombre, salvo que totalmente desprovisto de vello—, se movía muy

               poco, casi imperceptiblemente, al ritmo de su respiración ligera. Rachel vio
               que el niño estaba exactamente en la misma posición en la que Paul le había
               dejado media hora antes… no, tres cuartos de hora antes.
                    Rachel vio la manta doblada a los pies del niño y se reprochó no haber

               tenido suficiente sentido común como para taparlo. Extendió la manta y fue
               cubriéndole  despacio  los  tobillos,  las  rodillas,  los  muslos.  Se  detuvo.  Sí,
               pensó,  era  como  un  hombre  en  miniatura,  aunque  con  un  cuerpo  muy
               desarrollado sin rastro de vello, excepto un poco en los antebrazos, mucho en

               la  cabeza  y  en  ninguna  otra  parte,  ni  siquiera  alrededor  de…  Rápidamente




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