Page 112 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Instintivamente, siente que las formas son más importantes que la moral, y la

               mayor respetabilidad tiene menos valor en su opinión que el hecho de contar
               con un buen chef. Al fin y al cabo, es pobre consuelo que nos digan que el
               hombre que nos ha ofrecido una mala cena o un vino barato es irreprochable
               en su vida privada. Ni siquiera las virtudes cardinales son capaces de expiar

               unos  entrantes  fríos,  como  señaló  lord  Henry  una  vez  en  cierta  discusión
               sobre el tema. Y, probablemente, haya mucho que decir de su punto de vista.
               Pues los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser, los mismos que los
               cánones  del  arte.  La  forma  es  absolutamente  esencial.  Debería  tener  la

               dignidad  de  una  ceremonia,  así  como  también  su  irrealidad,  y  debería
               combinar  la  falta  de  veracidad  de  una  obra  dramática  romántica  con  el
               ingenio  y  la  belleza  que  hacen  encantadoras  esas  obras.  ¿Es  la  falta  de
               veracidad una cosa tan terrible? No lo creo. No es sino un método por el que

               podemos multiplicar nuestras personalidades.
                    Ésa, en cualquier caso, era la opinión de Dorian Gray. Solía asombrarse
               de la psicología superficial de aquellos que conciben el ego del hombre como
               algo simple, permanente, fiable y de una sola esencia. Para él, el hombre era

               un  ser  con  innumerables  vidas  e  innumerables  sensaciones,  una  criatura
               compleja y multiforme que llevaba consigo extraños legados de pensamiento
               y pasión, y cuya misma carne estaba contaminada de los monstruosos males
               de la muerte. Le gustaba pasear por la fría y gris galería de cuadros de su casa

               de campo y mirar los distintos retratos de aquéllos cuya misma sangre fluía
               por sus venas. Allí estaba Philip Herbert, descrito por Francis Osborne en sus
               Memorias de los reinados de la reina Isabel y el rey Jacobo como alguien
               «mimado  en  la  corte  por  su  bello  rostro,  que  no  lo  acompañó  muy  largo

               tiempo». ¿Sería la vida del joven Herbert la que él a veces llevaba? ¿Habría
               algún extraño germen venenoso migrado de cuerpo en cuerpo hasta llegar al
               suyo? ¿Era aquella vaga sensación de belleza arruinada lo que lo había hecho
               tan  repentinamente,  y  casi  sin  motivo,  pronunciar  en  el  estudio  de  Basil

               Hallward aquella disparatada plegaria que había cambiado su existencia de tal
               modo?  Allí,  con  jubón  rojo  bordado  en  oro,  manto  enjoyado  y  gorguera  y
               puños con ribetes dorados, se hallaba sir Anthony Sherard con su armadura
               negra  y  plata  amontonada  a  sus  pies.  ¿Cuál  habría  sido  el  legado  de  aquel

               hombre? ¿Le habría dejado el amante de Juana de Nápoles alguna herencia de
               pecado  e  ignominia?  ¿Serían  sus  actos,  simplemente,  los  sueños  que  los
               muertos no se atrevieron a cumplir? Allí, desde el lienzo deteriorado, sonreía
               lady Elizabeth Devereux con su caperuza de gasa, su pechera de perlas y sus

               mangas  rosas  acuchilladas.  Llevaba  una  flor  en  la  mano  derecha,  y  en  la




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