Page 113 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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izquierda sostenía un collar esmaltado de rosas blancas y adamascadas. Sobre
una mesa, a su lado, descansaban una mandolina y una manzana. Llevaba
unas grandes escarapelas verdes sobre sus zapatitos terminados en punta. Él
conocía su vida y las extrañas historias que se contaban sobre la muerte de
aquéllos a los que ella había concedido sus favores. ¿Habría algo de su
temperamento en el de él? Aquellos ojos ovalados de párpados caídos
parecían mirarlo con curiosidad. ¿Qué había de George Willoughby, con su
cabello empolvado y sus grotescos lunares? ¡Qué aspecto tan vil! El rostro era
saturnino y moreno, y los sensuales labios parecían torcerse en un gesto de
desdén. Delicados volantes de encajes caían sobre sus manos enjutas y
amarillas sobrecargadas de anillos. Había sido un dandy del siglo dieciocho
amigo, en su juventud, de lord Ferrars. ¿Y qué del segundo lord Sherard,
compañero del Príncipe Regente en sus días de mayor desenfreno y uno de los
testigos de su matrimonio con la señora Fitzherbert? ¡Qué orgulloso y
atractivo estaba con sus rizos castaños y su pose insolente! ¿Qué pasiones le
habría él legado? El mundo lo había tenido por infame. Había dirigido las
orgías en Carlton House. La estrella de la Orden de la Jarretera brillaba en su
pecho. A su lado colgaba el retrato de su esposa, una mujer pálida y de labios
finos vestida de negro. También la sangre de ella se agitaba en su interior.
¡Qué curioso parecía todo!
Pero uno tiene ancestros en la literatura tanto como en su propia estirpe,
quizá incluso más cercanos en tipo y temperamento muchos de ellos, y desde
luego con una influencia de la que somos más absolutamente conscientes.
Había veces en las que a Dorian Gray le parecía que la historia no era más
que el recuerdo de su propia vida, no como si la hubiera vivido en cada acto y
circunstancia, sino como su imaginación la había creado para él, tal como
había sido ésta en su mente y en sus pasiones. Tenía la sensación de haber
conocido a todos aquellos extraños personajes que habían desfilado por el
escenario del mundo y habían hecho el pecado tan maravilloso, y tan
fascinante la maldad. Le parecía que, de algún modo misterioso, las vidas de
ellos habían sido la suya.
Raoul, el héroe de aquella peligrosa novela que tanto había influido en su
vida, había tenido también esa curiosa fantasía. En el capítulo cuarto del libro
nos cuenta cómo, coronado de laurel para que el rayo no pudiera golpearlo, se
había sentado, igual que Tiberio, en un jardín de Capri a leer los escandalosos
libros de Elefantis mientras enanos y pavos reales se paseaban a su alrededor
y el flautista se burlaba del balanceo del incensario; cómo, igual que Calígula,
había bebido el filtro de amor de Cesonia, y había vestido el hábito de Venus
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