Page 107 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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nidos de aves árabes se hallaba el aspilate que, según Demócrito, protegía a

               quien lo llevaba de los peligros del fuego.
                    El rey de Ceilán cabalgó por su ciudad con un enorme rubí en la mano en
               la ceremonia de su coronación. Las puertas del palacio del Preste Juan estaban
               «hechas de sardónices, con el cuerno de la serpiente cornuda incrustado para

               que ningún hombre pudiera introducir veneno». Sobre el gablete «había dos
               manzanas de oro que contenían dos carbúnculos en su interior» para que el
               oro pudiera brillar durante el día y los carbúnculos lo hicieran de noche. En la
               extraña novela de Lodge Una Margarita de América, se afirmaba que en la

               cámara de Margarita se veían «grabadas en plata, todas las damas castas del
               mundo,  que  se  miraban  en  hermosos  espejos  de  crisólitos,  carbúnculos,
               zafiros  y  verdes  esmeraldas».  Marco  Polo  había  visto  a  los  habitantes  de
               Cipango  colocar  una  perla  rosa  en  la  boca  de  los  muertos.  Un  monstruo

               marino se había enamorado de la perla que el buceador le llevó al rey Perozes,
               y después de matar al ladrón, estuvo llorando su pérdida durante siete lunas.
               Cuando  los  hunos  atrajeron  al  rey  hasta  el  gran  foso,  éste  la  arrojó  allí
               (Procopio cuenta la historia) y jamás volvió a ser encontrada, a pesar de que

               el emperador Anastasio ofreció cinco quintales de piezas de oro por ella. El
               rey de Malabar había mostrado a un veneciano un rosario de ciento cuatro
               perlas, una por cada uno de los dioses que adoraba. Era una perla que Julio
               César había regalado a Servilia cuando la amaba. Su hijo había sido Bruto.

                    El joven sacerdote del Sol, al que siendo un niño habían dado muerte por
               sus pecados, solía caminar con zapatos adornados con polvo de oro y de plata.
               Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII de
               Francia, su caballo iba cargado de láminas de oro, según Brantôme, y su gorro

               llevaba  hileras  dobles  de  rubíes  que  arrojaban  una  inmensa  luz.  Carlos  de
               Inglaterra  había  montado  a  caballo  con  espuelas  cargadas  con  trescientos
               veintiún diamantes. Ricardo II tenía un abrigo valorado en treinta mil marcos
               que  estaba  cubierto  de  rubíes  balajes.  Hall  describía  a  Enrique  VIII,  de

               camino a la Torre antes de su coronación, con «jubón recamado de oro con
               delantera  bordada  de  diamantes  y  otras  piedras  preciosas,  y  un  gran  tahalí
               alrededor  del  cuello  de  enormes  balajes».  Las  favoritas  de  Jacobo  I  lucían
               pendientes  de  esmeraldas  y  filigrana  de  oro.  Eduardo  II  le  regaló  a  Piers

               Gaveston  una  armadura  de  oro  rojo  adornado  con  jacintos,  y  un  collar  de
               rosas de oro con turquesas, y un yelmo parsemé con perlas. Enrique II llevaba
               guantes enjoyados hasta el codo, y tenía un guante de halcón adornado con
               doce rubíes y cincuenta y dos grandes perlas. El sombrero ducal de Carlos el

               Temerario,  el  último  duque  de  Borgoña  de  su  linaje,  estaba  adornado  con




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