Page 102 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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El culto a los sentidos había sido a menudo, y con justicia, condenado,
pues los hombres sentimos un instinto natural de terror a las pasiones y
sensaciones que parecen más fuertes que nosotros mismos y que somos
conscientes de compartir con las formas de existencia menos elevadamente
organizadas. Pero a Dorian Gray le parecía que la verdadera naturaleza de los
sentidos nunca había sido entendida, y que éstos habían permanecido en
estado salvaje y animal, simplemente porque el mundo había intentado
dejarlos morir de hambre en la sumisión o matarlos de dolor, en lugar de
proponerse convertirlos en elementos de una nueva espiritualidad de la que un
fino instinto de belleza iba a ser la característica dominante. Al contemplar al
Hombre moviéndose a través de la Historia, se sentía invadido por un
sentimiento de pérdida. ¡A tanto se había renunciado! ¡Y a qué propósitos tan
ínfimos! Habían existido descabelladas y obstinadas negaciones, monstruosas
formas de torturarse y negarse a uno mismo cuyo origen era el miedo y cuyo
resultado era una degradación infinitamente más terrible que la degradación
imaginaria de la que, en su ignorancia, habían pretendido escapar, mientras la
Naturaleza, en su maravillosa ironía, sacaba al anacoreta del rebaño y lo
enviaba junto a los animales salvajes del desierto, y daba al ermitaño las
bestias del campo como compañeros.
Sí, iba a ser, como lord Henry había profetizado, un nuevo hedonismo que
recrearía la vida y la salvaría de ese severo y carente de atractivo puritanismo
que está teniendo en nuestros días su curioso renacer. Éste iba a servir al
intelecto, ciertamente. Pero nunca iba a aceptar teoría o sistema alguno que
implicara el sacrificio de ninguna forma de experiencia apasionada. Su
propósito, desde luego, era ser experiencia él mismo, y no los frutos de la
experiencia, dulces o amargos. Del ascetismo que entorpece los sentidos,
como del vulgar libertinaje que los embrutece, nada iba a saber. Pero iba a
enseñar al hombre a concentrarse en los momentos de una vida que no es en sí
misma más que un momento.
Pocos de nosotros no se han despertado a veces antes del amanecer, una
de esas noches de insomnio que casi nos hacen amar la muerte, o en una de
esas noches de horror y deforme alegría en las que por las cámaras de la
mente se deslizan fantasmas más terribles que la propia realidad, y llenos de
esa intensa vida que acecha en todo lo grotesco y que presta al arte gótico su
vitalidad imperecedera, siendo este arte, podría uno imaginar, sobre todo el
arte de aquéllos cuyas mentes han sido perturbadas por la fiebre de la
ensoñación. Poco a poco, blancos dedos se deslizan a través de las cortinas y
parecen temblar. Negras sombras fantásticas se arrastran por los rincones de
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