Page 104 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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simbolizar. Le encantaba arrodillarse sobre el frío suelo de mármol mientras

               el  sacerdote,  en  su  rígida  dalmática  florida,  movía  las  blancas  manos
               lentamente para apartar el velo del tabernáculo y levantaba en el aire la lujosa
               custodia  en  forma  de  farol  con  esa  pálida  oblea  que,  a  veces,  uno  fingiría
               creer  que  es,  en  efecto,  el  panis  celestis,  el  pan  de  los  ángeles,  o  cuando,

               ataviado con las ropas de la Pasión de Cristo, partía la Hostia en el Cáliz y se
               daba  golpes  de  pecho  por  sus  pecados.  Los  humeantes  incensarios,  que
               muchachos solemnes vestidos de encaje y escarlata agitaban en el aire como
               enormes  flores  doradas,  ejercían  sobre  él  una  sutil  fascinación.  Cuando

               pasaba, solía  mirar  con  asombro  los negros  confesionarios  y  sentarse  largo
               tiempo en la penumbra junto a algunos de ellos a escuchar a los hombres y
               mujeres que susurraban a través de la deslustrada rejilla la verdadera historia
               de sus vidas.

                    Sin embargo, nunca cayó en el error de frenar su desarrollo intelectual con
               la aceptación de ningún credo o sistema, ni en el de confundir con una casa
               para vivir una pensión sólo apta para pasar una noche o las pocas horas de una
               noche  sin  estrellas  en  que  la  luna  sufre.  El  misticismo,  con  su  maravilloso

               poder de volver las cosas comunes extrañas a nosotros y el sutil antinomismo
               que  siempre  parece  acompañarlo,  lo  emocionó  durante  una  temporada.  Y
               durante  una  temporada  se  inclinó  hacia  las  doctrinas  materialistas  del
               darwinismo en Alemania, y halló un curioso placer en rastrear el origen de los

               pensamientos  y  pasiones  de  los  hombres  hasta  alguna  marfileña  célula  del
               cerebro o algún nervio escarlata del cuerpo, deleitándose en la concepción de
               la dependencia absoluta del espíritu de ciertas condiciones físicas, mórbidas o
               sanas,  normales  o  enfermizas.  Aun  así,  como  ya  ha  quedado  dicho  antes,

               ninguna teoría sobre la vida le parecía de importancia alguna comparada con
               la  vida  misma.  Era  profundamente  consciente  de  la  esterilidad  de  toda
               especulación intelectual separada de la acción y el experimento. Sabía que los
               sentidos, no menos que el alma, poseían sus propios misterios que revelar.

                    Y por eso ahora estudiaba los perfumes, y los secretos de su fabricación,
               destilando aceites de aroma intenso y quemando resinas olorosas orientales.
               Veía que no existía estado anímico de la mente que no tuviera su equivalente
               en  la  vida  sensual,  y  se  proponía  descubrir  sus  verdaderas  relaciones,

               preguntándose  qué  había  en  el  incienso  que  nos  volvía  místicos;  qué  en  el
               ámbar gris que agitaba nuestras pasiones; qué en las violetas que despertaba
               el recuerdo de los amores muertos; qué en el musgo que perturbaba la mente
               y en la magnolia que enturbiaba la imaginación. Buscando a menudo elaborar

               una verdadera psicología de los perfumes, y examinar las distintas influencias




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