Page 100 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Él,  en  cualquier  caso,  no  tenía  nada  que  temer.  La  belleza  juvenil  que

               tanto había fascinado a Basil y a tantos otros parecía no abandonarlo nunca.
               Incluso  aquellos  que  habían  oído  las  cosas  más  terribles  contra  él  (y,  de
               cuando en cuando, extraños rumores acerca de su forma de vida se deslizaban
               por todo Londres, convirtiéndose en el tema de conversación de los clubs) no

               podían  creer  nada  en  su  descrédito  cuando  lo  veían.  Siempre  había
               conservado la apariencia de quien se ha mantenido intacto del mundo. Los
               hombres que hablaban de forma grosera callaban cuando Dorian Gray entraba
               en la habitación. Había algo en la pureza de su rostro que era para ellos una

               especie de reproche. Su mera presencia parecía recordarles la inocencia que
               habían  mancillado.  Les  asombraba  que  alguien  tan  encantador  y  agraciado
               como  él  no  se  hubiera  manchado  de  una  época  que  era  al  mismo  tiempo
               sensual y sórdida.

                    Él  mismo,  al  regresar  a  su  casa  de  alguna  de  aquellas  misteriosas  y
               prolongadas ausencias que daban origen a tan extrañas conjeturas entre los
               que eran, o creían ser, sus amigos, subía las escaleras hasta la puerta cerrada,
               la abría con la llave que siempre llevaba consigo y permanecía, con un espejo,

               delante  del  retrato  que  le  había  pintado  Basil  Hallward,  mirando  ahora  el
               malvado y envejecido rostro del lienzo, ahora el hermoso rostro joven que se
               burlaba de él desde el reluciente cristal. La misma brusquedad del contraste
               solía llenarlo de placer. Se iba enamorando cada vez más de su propia belleza

               e iba sintiendo cada vez mayor interés por la corrupción de su alma. Solía
               examinar  con  minucioso  cuidado,  y  a  menudo  con  monstruoso  y  terrible
               deleite,  las  espantosas  líneas  que  marchitaban  la  arrugada  frente  o
               merodeaban  alrededor  de  la  boca  gruesa  y  sensual,  preguntándose  a  veces

               cuáles eran más horribles, si las señales del pecado o las señales del tiempo.
               Solía colocar sus blancas manos junto a las manos abotargadas del cuadro, y
               sonreía. Se burlaba de aquel cuerpo deformado y de sus miembros débiles.
                    Había  momentos,  desde  luego,  durante  la  noche,  en  que,  yaciendo

               insomne  en  su  alcoba  delicadamente  perfumada  o  en  alguna  sórdida
               habitación  de  la  pequeña  taberna  de  mala  fama,  cerca  de  los  Docks,  que
               frecuentaba bajo falso nombre y con disfraz, solía pensar en la ruina a la que
               había arrastrado su alma con una compasión que era aún más conmovedora

               por ser puramente egoísta. Pero los momentos como ése eran escasos. Aquella
               curiosidad por la vida que, muchos años antes, lord Henry había despertado
               en él por vez primera mientras se hallaban juntos en el jardín de su amigo,
               parecía aumentar con su gratificación. Cuanto más sabía, más deseaba saber.

               Sus desesperadas ansias se hacían más voraces a medida que las alimentaba.




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