Page 95 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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retorcido que él recordaba en aquel tío que había sido tan severo con él en su

               niñez. El cuadro tenía que estar oculto. Nada podía evitarlo.
                    —Tráigalo,  señor  Ashton,  por  favor  —⁠dijo  con  cansancio,  dándose  la
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               vuelta—. Siento haberlo hecho esperar tanto. Estaba pensando en otra cosa.
                    —Siempre se agradece descansar, señor Gray —⁠respondió el enmarcador,
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               que aún tenía la respiración entrecortada—. ¿Dónde lo ponemos, señor?
                    —Oh, en cualquier parte. Aquí servirá. No quiero que lo cuelguen. Sólo
               apóyelo contra la pared. Gracias.
                    —¿Podría ver la obra de arte, señor?

                    Dorian se sobresaltó.
                    —No le interesaría, señor Ashton —⁠dijo sin apartar la vista del hombre.
                    Estaba preparado para saltar sobre él y derribarlo si se atrevía a levantar la
               espléndida tela que ocultaba el secreto de su vida.

                    —Ya no lo molestaré más. Le estoy muy agradecido por su amabilidad al
               venir.
                    —En  absoluto,  en  absoluto,  señor  Gray.  Siempre  dispuesto  a  hacer  por
               usted lo que haga falta.

                    Y  el  señor  Ashton  bajó  ruidosamente  las  escaleras  seguido  de  su
               ayudante, que volvía la vista a Dorian con una mirada de callado asombro en
               su rostro rudo y poco agraciado. Nunca había visto a alguien tan maravilloso.
                    Cuando el sonido de sus pasos se hubo apagado, Dorian cerró la puerta

               con llave y la guardó en su bolsillo. Se sentía a salvo ahora. Nadie vería jamás
               aquella cosa horrible. No habría otros ojos que los suyos que contemplaran su
               vergüenza.
                    Al volver a la biblioteca, descubrió que acababan de dar las cinco y que ya

               habían  traído  el  té.  En  una  mesita  de  madera  oscura  perfumada  con
               abigarradas  incrustaciones  de  nácar,  regalo  de  la  esposa  de  su  tutor,  lady
               Radley, que había pasado el invierno anterior en El Cairo, había una nota de
               lord  Henry,  y  junto  a  ella  un  libro  de  hojas  amarillas,  con  la  cubierta

               ligeramente rota y los bordes sucios. Habían dejado un ejemplar de la tercera
               edición de la St. James’s Gazette en la bandeja del té. Era evidente que Víctor
               había  regresado.  Se  preguntó  si  se  habría  cruzado  con  los  hombres  en  el
               vestíbulo cuando éstos salían de la casa y si habría conseguido sonsacarles lo

               que habían estado haciendo. Estaba seguro de que echaría en falta el cuadro, y
               que sin duda lo habría echado en falta ya mientras servía el té. El biombo no
               había  sido  devuelto  a  su  lugar,  y  el  espacio  vacío  en  la  pared  era  visible.
               Quizá  alguna  noche  lo  encontrara  subiendo  furtivamente  las  escaleras  y

               forzando la puerta de la habitación. Era horrible tener a un espía en la propia




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