Page 92 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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pecados para la imagen pintada en el lienzo. Arruinarían su belleza y
devorarían su gracia. La ensuciarían y la harían objeto de vergüenza. Y, sin
embargo, aquella cosa seguiría viviendo. Siempre estaría viva.
Se estremeció, y por un momento lamentó no haberle contado a Basil la
verdadera razón por la que había querido esconder el retrato. Basil lo habría
ayudado a resistir la influencia de lord Henry y las influencias aún más
perniciosas que venían de su propio temperamento. El amor que le profesaba,
pues era verdadero amor, tenía algo noble e intelectual. No era esa mera
admiración física de la belleza que nace de los sentidos y que muere en
cuanto los sentidos se cansan. Era un amor como el que habían conocido
Miguel Ángel, y Montaigne, y Winckelmann, y Shakespeare mismo. Sí, Basil
podría haberlo salvado. Pero ya era demasiado tarde. El pasado siempre podía
ser aniquilado. El arrepentimiento, la negación y el olvido podían lograr eso.
Pero el futuro era inevitable. Había pasiones en su interior que encontrarían su
terrible salida, sueños que materializarían la sombra de su maldad.
Tomó del sofá la enorme pieza de tejido púrpura y oro que lo cubría y,
sosteniéndola en sus manos, pasó tras el biombo. ¿Era el rostro del lienzo más
vil que antes? Le parecía que no había cambiado, y aun así, se había hecho
más poderosa su aversión hacia él. El cabello dorado, los ojos azules y los
labios rojos. Todo seguía allí. Era simplemente la expresión lo que aparecía
alterado. Y ésta era horrible en su crueldad. En comparación con lo que veía
en ella de censura y reproche, ¡qué leves habían sido las reprensiones de Basil
acerca de Sybil Vane! ¡Qué leves y apenas trascendentes! Su propia alma lo
contemplaba desde el lienzo y lo llamaba a juicio. Halló ante él una mirada de
dolor, y entonces lanzó el lujoso sudario sobre el cuadro. Al hacerlo, se oyó
llamar a la puerta. Salió al tiempo que entraba su sirviente.
—Los hombres han llegado, monsieur.
Sintió entonces que debía deshacerse de él de forma inmediata. No debía
permitir que supiera a dónde llevaban el cuadro. Había algo taimado en él, y
tenía unos ojos sagaces y traicioneros. Sentado en el escritorio, garabateó una
nota para lord Henry donde le pedía que le enviara algo que leer y le
recordaba que iban a encontrarse a las ocho y cuarto aquella noche.
—Espere respuesta —le dijo tendiéndosela—, y haga pasar a esos
hombres.
Dos o tres minutos después, llamaron de nuevo a la puerta y el señor
Ashton en persona, el célebre enmarcador de la calle South Audley, entró en
compañía de un joven ayudante de aspecto rudo. El señor Ashton era un
hombrecillo rubicundo con patillas rojizas cuya admiración por el arte se veía
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