Page 103 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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la habitación y se agazapan en ellas. Fuera se oye el agitarse de los pájaros

               entre las hojas o el sonido de los hombres que van a trabajar, o el suspiro y el
               sollozo del viento que viene de las montañas y merodea en torno a la casa
               silenciosa como si temiera despertar a los que duermen. Se va alzando un velo
               tras otro de fina gasa oscura, y paulatinamente les van siendo devueltos las

               formas y colores a las cosas, y contemplamos el amanecer que le devuelve al
               mundo su antigua apariencia. Los pálidos espejos vuelven a imitar la vida.
               Los  pabilos  extinguidos  permanecen  donde  los  habíamos  dejado,  y  junto  a
               ellos yace el libro a medio leer que habíamos estado estudiando, o la flor con

               alambre que habíamos llevado al baile, o la carta que nos había dado miedo
               leer o que habíamos leído demasiadas veces. Nada nos parece cambiado. De
               las  sombras  irreales  de  la  noche  regresa  la  vida  real  que  conocíamos.
               Tenemos  que  retomarla  donde  la  habíamos  dejado,  y  allí  se  apodera  de

               nosotros la terrible sensación de la necesaria continuidad de la energía en el
               mismo tedioso círculo de hábitos estereotipados o un salvaje anhelo, quizás,
               de que nuestros párpados se abrieran a la mañana de un mundo que hubiera
               sido vuelto a crear de cero en la oscuridad para nuestro deleite, un mundo en

               el que las cosas tuvieran nuevas formas y colores, y hubiera sido cambiado o
               albergara  otros  secretos;  un  mundo  donde  el  pasado  tuviera  muy  poco  o
               ningún lugar, o sobreviviera, en todo caso, sin forma alguna de obligación ni
               arrepentimiento  en  la  que  el  recuerdo  incluso  de  la  alegría  contuviese

               amargura y la memoria del placer contuviese dolor.
                    Era la creación de mundos como ésos lo que le parecía a Dorian Gray el
               verdadero  objeto,  o  uno  de  los  verdaderos  objetos,  de  la  vida,  y  en  su
               búsqueda  de  sensaciones  que  fueran  a  un  tiempo  nuevas  y  exquisitas,  y

               poseyeran  ese  elemento  de  extrañeza  que  es  tan  esencial  para  el
               romanticismo, a menudo adoptaba ciertas formas de pensamiento que él sabía
               en verdad ajenas a su naturaleza; se abandonaba a sus influencias sutiles y,
               luego, por así decirlo, habiendo atrapado su color y satisfecho su curiosidad

               intelectual, las abandonaba con esa curiosa indiferencia que no es compatible
               con una verdadera pasión de temperamento y que, según algunos psicólogos
               modernos, es a menudo una de sus condiciones.
                    Se  rumoreó  una  vez  que  estuvo  a  punto  de  convertirse  a  la  comunión

               católica romana, y lo cierto es que el ritual de Roma siempre ejerció una gran
               atracción sobre él. El sacrificio diario, en verdad más terrible que todos los
               sacrificios del mundo antiguo, lo conmovía tanto por su soberbia negación de
               la  evidencia  de  los  sentidos  como  por  la  primitiva  simplicidad  de  sus

               elementos  y  el  eterno  patetismo  de  la  tragedia  humana  que  aspiraba  a




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