Page 101 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Con todo, no era verdaderamente temerario, en cualquier caso, en sus
relaciones con la sociedad. Una o dos veces al mes durante el invierno y todos
los miércoles por la tarde mientras duraba la temporada, abría al mundo su
hermosa casa y llevaba a los más celebrados músicos del momento para
deleitar a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus pequeñas cenas, en
la organización de las cuales lord Henry siempre le ayudaba, destacaban tanto
por la cuidadosa selección y colocación de los invitados como por el exquisito
gusto mostrado en la decoración de la mesa, con sus sutiles arreglos
sinfónicos de flores exóticas, sus manteles bordados, su antigua vajilla de oro
y plata. Desde luego, hubo muchos, sobre todo entre los hombres muy
jóvenes, que vieron, o imaginaron haber visto en Dorian Gray, la verdadera
encarnación de un tipo con el que a menudo habían soñado en los tiempos de
Eton o de Oxford, un tipo que combinaba algo de la verdadera cultura del
intelectual con toda la elegancia, la distinción y los perfectos modales de un
hombre de mundo. Para ellos, él parecía pertenecer a aquéllos a los que Dante
describe como quienes han buscado «perfeccionarse a sí mismos en la
adoración de la belleza». Como Gautier, era alguien para quien «el mundo
visible existía».
Y, ciertamente, para él la vida misma era la primera, la mayor de las artes,
para la que todas las demás artes no eran sino una preparación. La moda,
mediante la cual lo que es verdaderamente fantástico se transforma por un
momento en universal, y el dandismo que, a su modo, es un intento de afirmar
la absoluta modernidad de la belleza, ejercían, por supuesto, su fascinación
sobre él. Su manera de vestir, y los particulares estilos que adoptaba de
cuando en cuando tenían notable influencia en los jóvenes exquisitos de los
bailes de Mayfair y los escaparates del Pall Mall Club, que lo imitaban en
cuanto hacía e intentaban reproducir el encanto espontáneo de su elegancia,
aunque para él éstas no fueran más que afectaciones que ni siquiera tomaba
del todo en serio.
Pues, mientras que estaba muy dispuesto a aceptar la posición que
inmediatamente iba a ofrecerle su mayoría de edad y encontraba, desde luego,
un placer sutil en la idea de que podría en verdad convertirse para el Londres
de su tiempo en lo que había sido una vez en la Roma imperial de Nerón el
autor del Satiricón, en lo más profundo de su corazón deseaba algo más que
ser un mero arbiter elegantiarum al que consultar sobre lucir una joya,
anudarse una corbata o manejar un bastón. Ambicionaba elaborar un nuevo
esquema de vida que tuviera razonada su filosofía y ordenados sus principios,
y encontrar en la espiritualización de los sentidos su realización más alta.
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