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T R A D U C T O R E S
Los bomberos de toda comunidad pequeña son “voluntarios”; durante el día se
ocupan de otras tareas. Son el lechero, el panadero, el cerrajero, quienes, al finalizar
su trabajo, llegan para apagar un incendio, si aún no se ha apagado por sí solo. Desde
el comienzo de la movilización, nuestros bomberos formaron además una suerte de
milicia misteriosa que hacía patrullas y rondas nocturnas. Aquellos valientes llegaron
por fin, abriéndose paso entre la muchedumbre.
Una mujer se adelantó. Era la esposa de un consejero municipal, adversario de
Maréchaud, y desde hacía algunos minutos no dejaba de compadecerse de la loca con
ostentación. Hizo recomendaciones al capitán: “Intenten convencerla con dulzura; es
lo que le más le falta a la pobrecita en esta casa donde la maltratan. Ante todo, si lo que
teme es ser despedida y encontrarse sin trabajo, díganle que yo la emplearé. Y por el
doble de sueldo”.
Esa caridad ostentosa produjo un mediocre efecto en la muchedumbre. Aquella
mujer era una molestia. Sólo importaba la captura. Seis de los bomberos escalaron la
verja y rodearon la casa, trepando desde todos lados. Pero apenas uno de ellos apa-
reció en el tejado, todos comenzaron a vociferar, como niños en un teatro de títeres,
alertando a la víctima.
–¡Cállense! –gritó la mujer, lo que multiplicó los “¡Allí va uno! ¡Allí va uno!” del
público. Al oír esos gritos, la loca tomó varias tejas y arrojó una hacia el casco del bom-
bero que había alcanzado el techo. Los otros cinco descendieron enseguida.
Mientras los juegos de tiro, el carrusel y las carpas en la Plaza Municipal se lamen-
taban de tener tan poca clientela en una noche de la que se esperaba gran provecho,
los chicos más osados de la calle subían por las tapias y correteaban por el césped
para continuar con la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda
melancolía resignada que da a las voces la certidumbre de tener la razón, de que todo
el mundo se equivoca. Los chicos, que preferían ese espectáculo al de la feria, querían,
sin embargo, combinar los placeres. Así, temiendo que la loca fuera atrapada durante
su ausencia, corrían a dar una vuelta en los caballitos de madera. Otros, más juiciosos,
instalados en las ramas de los tilos como en una platea, se contentaban con encender
luces de bengala y petardos.
Uno podía imaginar la angustia del matrimonio Maréchaud, encerrado en su casa,
en medio del ruido y los destellos.
El consejero municipal, esposo de la dama caritativa, trepado a la pequeña tapia
de la verja, improvisaba un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Lo aplau-
dieron.
Creyendo que era a ella a quien aplaudían, la loca saludaba, con un manojo de te-
jas bajo cada brazo, pues arrojaba una cada vez que veía aparecer un casco. Con su voz
inhumana, agradecía que por fin la hubieran comprendido. Pensé que era una joven
pirata, que permanecía sola en su barco al garete.