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Naturalismo e  impresionismo








                    público debidamente frívolo, o que al menos quisiera mecerse en el


                   sentimiento de la frivolidad y  la seguridad.  Con el Segundo Impe­


                    rio acabaron los  mejores días de la opereta.  El placer que las gene­



                    raciones posteriores experimentaron en ella  no derivaba ya del  gé­


                    nero  como  expresión  viva,  espontánea y  directa del  presente,  sino


                   del  «tiempo pasado»,  que estaba ligado a este género más  directa­



                    mente que a ningún otro. Gracias a esta asociación de ideas, ia ope­


                    reta sobrevivió a los  trastornos del fin  de siécle,  y, en una ciudad tan


                    inestable  intelectualmente  como  Viena,  siguió  siendo  el  vehículo


                    más  popular  de  idealización  del  pasado,  propiamente  hasta  la  se­



                   gunda guerra mundial. Fueron necesarias las experiencias de los úl­


                    timos veinte años para imponer una revisión a la idea del  «tiempo


                    pasado», ligado en una parte de Europa con Napoleón III y Offen­



                    bach,  y  en  otra con  el  emperador  Francisco José y Johann Strauss.


                    La lucha de clases,  que fue  suprimida en todas partes entre  1848 y


                    1870,  estalló  de  nuevo a  finales  de este  período y  puso en peligro


                    el  mandato  de  la  burguesía  como  beneficiarla  de  la  reacción.  La



                   opereta parecía ser ahora la pintura de  una vida feliz,  libre de cui­


                    dado y peligro,  de  un  idilio que,  sin  embargo,  nunca había existi­



                   do en realidad.


                              Los  Goncourt  tenían  razón  cuando profetizaron  que  el  circo,


                    los espectáculos de variedades y la revista desplazarían al  teatro. El


                    cine,  que,  por su calidad pictórica y su  despliegue, puede ser con­


                    tado entre estas formas visuales, confirma por entero su predicción.



                    La opereta se aproximó  todo  lo posible  a la revista,  pero no repre­


                   sentaba ni mucho menos  la forma original en la que el espectáculo


                    había  triunfado  sobre  el  drama.  El  verdadero  cambio  de  rumbo



                    tuvo  lugar  con la aparición  de  la  «gran  ópera»  durante  la  Monar­


                   quía  de Julio,  por  más  que  el  espectáculo  había  sido  siempre  un


                    componente integral del teatro y repetidas veces había prevalecido


                    sobre sus elementos dramáticos y acústicos. Este fue, sobre todo, el



                    caso  del  teatro  barroco,  en  el  que  el  carácter  solemne  de  la  repre­


                    sentación, las decoraciones, el vestuario, las danzas y desfiles se im­


                    ponían  con  frecuencia a  todo  lo  demás.  La  cultura  burguesa de  la



                    Monarquía de Julio y  el  Segundo  Imperio,  que  fue  una cultura de


                    nuevos ricos, cuidó también lo monumental e imponente en el tea­






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