Page 113 - El fin de la infancia
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entretenimientos. ¿Ha advertido que todos los días salen al aire unas quinientas horas
           de radio y televisión? Si uno no durmiese, y no hiciese ninguna otra cosa, no podría
           seguir más de una vigésima parte de los programas. No es raro que los seres humanos

           se hayan convertido en esponjas pasivas, absorbentes, pero no creadoras. ¿Sabe usted
           que el tiempo medio que pasa un hombre ante una pantalla es ya de tres horas por
           día?  Pronto  la  gente  no  tendrá  vida  propia.  ¡Vivirá  siguiendo  los  episodios  de  la

           televisión!
               —Aquí en Atenas, los entretenimientos ocupan su justo lugar. Además son algo
           vivo, nada mecánico. En una comunidad de estas proporciones es posible lograr una

           participación  casi  total  del  público,  con  todo  lo  que  eso  significa  para  artistas  y
           ejecutantes.  A  propósito,  tenemos  una  magnífica  orquesta  sinfónica  que  se  cuenta
           quizá entre las seis mejores del mundo.

               »Pero no quiero que acepte sin más mis palabras. Los posibles ciudadanos suelen
           pasar  aquí  unos  pocos  días  respirando  la  atmósfera  del  lugar.  Si  deciden  unirse  a

           nosotros  los  atacamos  con  nuestra  batería  de  pruebas  psicológicas,  la  que  es  en
           verdad nuestra principal línea de defensa. Rechazamos, aproximadamente, un tercio
           de los solicitantes, casi siempre por razones que no implican ningún desmerecimiento
           personal, y que fuera de aquí no tienen ninguna importancia. Los que son aceptados,

           vuelven a sus casas para arreglar sus asuntos y luego se unen a nosotros. A veces
           cambian de parecer, pero es muy raro, y casi siempre por motivos personales que no

           nos  conciernen.  Nuestras  pruebas  tienen  actualmente  una  eficacia  del  ciento  por
           ciento: la gente que pasa las pruebas es la que quiere de veras vivir aquí.
               —¿Y si alguien cambia de parecer más tarde? —preguntó Jean ansiosamente.
               —Pueden irse. No hay dificultades. Ha ocurrido una o dos veces.

               Hubo una pausa, y Jean miró a George que se frotaba pensativamente las patillas,
           adorno común entre los que frecuentaban los círculos artísticos. Como no se trataba

           de quemar las naves, Jean no se preocupó demasiado. La colonia parecía un lugar
           interesante,  y  ciertamente  no  tan  chiflado  como  había  temido.  Y  a  los  chicos  les
           gustaría mucho. Eso, en última instancia, era todo lo que importaba.
               Se mudaron seis semanas más tarde. La casa, de un solo piso, era pequeña, pero

           adecuada para una familia de cuatro miembros que no tenía intenciones de aumentar.
           Todos los aparatos domésticos estaban a la vista; al menos, admitió Jean, no había

           peligro  de  que  volviesen  a  las  oscuras  edades  de  los  trabajos  hogareños.  Era  algo
           perturbador, sin embargo, descubrir que había una cocina. En una comunidad de este
           tamaño  bastaba  comúnmente  con  sintonizar  Central  de  Comidas,  y  esperar  cinco

           minutos, para recibir el plato elegido. El individualismo estaba muy bien, pero esto,
           temió Jean, era llevar las cosas demasiado lejos. Se preguntó oscuramente si tendría
           que tejer las ropas además de preparar las comidas. Pero no había telares entre la

           máquina de lavar platos y el aparato de radar, así que no había que temer eso por lo




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