Page 114 - El fin de la infancia
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menos.
Naturalmente, el resto de la casa parecía bastante desnudo. Eran los primeros
ocupantes y pasaría algún tiempo antes que esta limpieza aséptica se convirtiese en
un hogar cálido y humano. Los niños, sin duda, catalizarían el proceso con eficacia.
Ya se había producido (aunque Jean no lo sabía) la muerte infortunada de un joven
animal en la bañera. Jeffrey no conocía la fundamental diferencia que existe entre el
agua dulce y el agua salada.
Jean se acercó a las ventanas, todavía sin cortinas, y contempló la colonia. Era un
lugar muy hermoso, eso no se podía discutir. La casa se alzaba en la falda oriental de
una loma que dominaba, a causa de la ausencia de competidores, la isla de Atenas.
Dos kilómetros más al norte podía ver los arrecifes: una línea delgada como el filo de
un cuchillo que llevaban a Esparta. Esta isla rocosa, con su rumiante cono volcánico,
la asustaba a veces. Se preguntó cómo los hombres de ciencia podían asegurar que no
despertaría otra vez, sepultándolos a todos.
Vio de pronto una figura oscilante que subía por la colina, siguiendo la sombra de
las palmeras y desafiando abiertamente la existencia del camino. George volvía de su
primera conferencia. Era hora de interrumpir los sueños y ocuparse de la casa.
Un golpe metálico anunció la llegada de la bicicleta. Jean se preguntó cuánto
tardarían en aprender a manejar ese vehículo. Este era otro de los inesperados
aspectos de la isla. Los coches privados estaban prohibidos, y realmente eran
innecesarios, ya que la mayor distancia que se podía recorrer en línea recta no pasaba
de quince kilómetros. Había en cambio varios vehículos públicos: camiones,
ambulancias y coches de bomberos, que no podían viajar, salvo en casos de
emergencia, a más de cincuenta kilómetros por hora.
Como resultado, los habitantes de Atenas hacían mucho ejercicio, las calles
estaban siempre descongestionadas, y no había accidentes de tránsito.
George le dio a su mujer un rápido beso y se dejó caer en la silla más próxima.
—¡Uf! —exclamó secándose la frente—. Todos me pasaban cuesta arriba, así que
me imagino que uno al fin se acostumbra. Me parece que ya he perdido diez kilos.
—¿Cómo has pasado el día? —preguntó Jean cortésmente. Esperaba que su
marido no estuviese demasiado fatigado para ayudarla a desempaquetar.
—Muy bien. Ha sido muy estimulante. Claro, no recuerdo la mitad de las gentes
que me presentaron, pero eran todos muy agradables. Y el teatro es tan bueno como
yo lo esperaba. La semana que viene comenzamos a trabajar en Vuelta a Matusalén
de Bernard Shaw. La escenografía estará enteramente a mi cargo. Me parecerá
increíble no estar rodeado por una docena de personas que me dicen lo que tengo que
hacer. Sí, creo que esto nos va a gustar.
—¿A pesar de las bicicletas?
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