Page 119 - El fin de la infancia
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               Jeffrey Greggson era un isleño que, hasta ahora, no se había preocupado por los
           problemas estéticos o científicos, los dos supremos intereses de sus mayores. Pero

           aprobaba  de  todo  corazón  la  vida  en  la  colonia,  aunque  por  razones  puramente
           personales.  El  mar,  nunca  a  más  de  unos  pocos  kilómetros,  lo  fascinaba  de  veras.

           Había pasado la mayor parte de sus pocos años en el interior de un continente, y no se
           había acostumbrado aún a la novedad de vivir rodeado de agua. Era un buen nadador,
           y  salía  muy  a  menudo  con  otros  amigos,  armado  de  su  máscara  y  sus  paletas  a
           explorar  las  aguas  poco  profundas  de  la  bahía.  En  un  principio  Jean  no  se  había

           sentido  muy  feliz,  pero  después  de  zambullirse  ella  misma  varias  veces,  perdió  el
           temor al océano y a sus extrañas criaturas, y dejó que Jeffrey disfrutara a su gusto,

           siempre que no nadase solo.
               Otro miembro de la familia de Greggson que parecía muy contento con el cambio
           era Fey, una hermosa sabuesa dorada que nominalmente pertenecía a George, pero

           que era difícil separar de Jeffrey. Ambos estaban siempre juntos, durante el día y —si
           Jean no se opusiera firmemente— durante la noche. Cuando Jeffrey salía en bicicleta
           Fey se echaba ante la puerta, con unos ojos tristes y húmedos clavados en el camino,

           y el hocico entre las patas. George se sentía entonces bastante mortificado, pues había
           pagado un buen precio por Fey y su pedigree. Tendría que esperar hasta la próxima
           generación —dentro de tres meses— para tener un perro propio. Jean tenía otra idea.

           Le gustaba Fey, pero pensaba que un perro por casa era suficiente.
               Sólo  Jennifer  Anne  no  había  decidido  aún  si  le  gustaba  la  colonia.  Esto,  sin
           embargo,  no  era  muy  raro,  pues  no  había  visto  del  mundo  más  que  los  paneles

           plásticos de la cuna, y apenas sospechaba que existiese un lugar semejante.
               Los recuerdos no absorbían a George; estaba muy ocupado con sus planes para el
           futuro,  y  muy  entretenido  con  su  trabajo  y  sus  hijos.  Su  mente  no  retrocedía  casi

           nunca hasta aquella noche africana, y jamás hablaba de eso con Jean. Ambos evitaban
           el tema de común acuerdo, y desde aquel día no habían vuelto a visitar a Boyce, a
           pesar  de  sus  repetidas  invitaciones.  Lo  habían  llamado  varias  veces  al  año,

           excusándose siempre, y últimamente Boyce ya no los molestaba. Su matrimonio con
           Maia Rodricks, ante la sorpresa de casi todos parecía más floreciente que nunca.





               Luego  de  aquella  noche,  Jean  perdió  todo  deseo  de  investigar  los  misterios
           situados en las fronteras de la ciencia. La ingenua curiosidad que la había llevado a

           relacionarse con Rupert y sus experimentos se había desvanecido. Quizá estaba ya
           convencida,  y  no  necesitaba  más  pruebas;  George  prefería  no  preguntárselo.  Era
           posible que los cuidados de la maternidad le hubiesen hecho olvidar esos intereses.




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